Buenaventura se le planta a la violencia

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En una ciudad que ya lleva reportados 54 homicidios este año y donde 5 mil personas se tuvieron que desplazar el año pasado, todos están pendientes del plantón que paralizará a Buenaventura hoy por segunda vez en menos de un mes. Si hace tres semanas 25 mil bonevarenses marcharon para enterrar la violencia, hoy se pararán frente a las puertas cerradas de sus tiendas. Y otra vez detendrán la ciudad, en protesta por lo que el Alcalde Bartolo Valencia y las autoridades locales siguen viendo como “hechos aislados” y lo que ellos ven como una situación insostenible.

Buenaventura. Domingo de elecciones en la mañana. Termina la lluvia torrencial, pero nada que llegan los ríos de votantes a los puestos. Hay vallas y pasacalles de todos los partidos, de ex ministros santandereanos hasta líderes afro, pero nada de fiebre electoral ni de conversación política en las esquinas.

El presidente-candidato Juan Manuel Santos estuvo en el puerto la tarde anterior, con dos ministros y seis altos funcionarios, prometiendo decretar la emergencia social y anunciando la creación de una Agencia de Desarrollo para el Pacífico que invertirá 800 mil millones de pesos en la región. Pero los bonaverenses tampoco están hablando de la visita presidencial.

En una ciudad que ya lleva reportados 54 homicidios este año y donde 5 mil personas se tuvieron que desplazar el año pasado, todos están pendientes del plantón que paralizará a Buenaventura hoy por segunda vez en menos de un mes.

Hace tres semanas 25 mil bonevarenses salieron a las calles y, al ritmo de alabaos y vestidos de blanco, le hicieron un entierro simbólico a la violencia. Liderados por el Obispo Héctor Epalza -de lejos el líder social más conocido de la ciudad- marcharon desde el Sena hasta la Alcaldía, cargando un ataúd de madera y callejeando por los barrios de Bajamar donde los Urabeños y La Empresa se disputan todos los días el poder sobre las rutinas, los bolsillos y las vidas de sus habitantes.

Hoy volverán a hacerlo, ya no caminando sino parándose frente a las puertas cerradas de sus tiendas. Durante todo el día, permanecerán guardados los carritos de los vendedores ambulantes, los colegios no tendrán clase y los furgones de carga no saldrán del puerto. Otra vez detendrán la ciudad, también de blanco, en protesta por lo que el Alcalde Bartolo Valencia y las autoridades locales siguen viendo como “hechos aislados” y lo que ellos ven como una situación insostenible.

Zozobra en el puerto

De nuevo un funcionario público, esta vez el Ministro de Defensa Juan Carlos Pinzón, negó que estas casas fueran parte de la vida diaria en el puerto. “Denominar casa de pique como un hecho permanente o sostenido me parece que no es apropiado”, dijo al visitar una de las zonas más deprimidas.Esta semana, antes de la visita presidencial, Buenaventura estuvo en todos los periódicos y noticieros por las seis 'casas de pique' -en realidad centros de descuartizamiento- que se descubrieron en un barrio costero cercano al centro.

Exactamente lo contrario piensan los bonaverenses, que se han tenido que acostumbrar a vivir en medio de la zozobra y que insisten en que estos macabros lugares, ubicados en casas abandonadas por familias que tuvieron que desplazarse, existen desde que llegaron los paras hace una década. Y que ahora –tras años de silencio e impotencia- decidieron organizar dos protestas masivas para decir ‘no más’.

Solos sienten temor de hablar, bajan la voz y buscan “moros en la costa” a su alrededor, pero le apuestan “un último cartucho” –como dice uno- a salir en multitudes.

“La violencia acá no ha subido: simplemente no hay más fondo a dónde caer. Tenemos mordaza y grillete: por eso, o nos paramos o nos entierran”, dice un comerciante del centro de la ciudad, mientras examina uno de los afiches con el dodecálogo del plantón. Él, al igual que todas las personas con las que conversó La Silla en el puerto, pide no usar su nombre. Ni tampoco revelar ningún detalle que permita adivinar su identidad.

Ambos grupos paramilitares, los Urabeños y La Empresa (una disidencia de los Rastrojos), se han dado cuenta de que la ciudad es un mercado ilegal mucho más rentable que las zonas rurales y se han enzarzado en una disputa territorial en la que siempre salen perdiendo los lugareños.

Su ‘modus operandi’ para adueñarse de los lugares estratégicos para el microtráfico de droga -las casas al borde del mar, las esquineras, los muelles secos- es crear una atmósfera de zozobra permanente a punta de amenazas, de vacunas, de reclutar a los jóvenes. Al final el ambiente es tan violento que la gente termina abandonando sus casas y buscando refugio en otros lugares de la ciudad.

“No tienen que decir nada: uno cierra la tienda, se encierra en la casa a las ocho y recuerda siempre que no puede llegar tarde. Yo no puedo ver a nadie corriendo. Si la veo, me tengo que meter de una a la primera casa”, dice una líder comunitaria de un barrio que solía ser tranquilo hasta hace dos años.

Tiene varios familiares que han abandonado sus casas y se han mudado cerca de ella. “No se daban cuenta de que habían salido desplazados, sino que pensaban que siquiera se salieron antes de que se pusiera más fea la cosa. Creían que lo hacían por voluntad propia”, dice. Son esas las casas abandonadas que terminan de caletas para armas y drogas, escampaderos o las ya célebres casas de pique.

Solo en 2012 casi 7.500 personas tuvieron que dejar botadas sus casas, convirtiendo a Buenaventura en la ciudad con mayor número de desplazados del país. Y eso que en realidad las cifras sólo contabilizan a la gente que salió en alguno de los 16 episodios de desplazamiento masivo, pero no el goteo permanente –dos, tres, cinco familias- que pasa por debajo del radar. El año pasado fueron 4.969 personas.

No se trata, en todo caso, de un fenómeno aislado. Esta modalidad de desplazamiento forzado dentro de la misma ciudad se está convirtiendo, como han venido adviertiendo Codhes y Naciones Unidas, en uno de los mayores flagelos en Medellín, Tumaco, Soacha y Quibdó.

El problema es que, váyanse a donde se vayan, la misma historia persigue a la mayoría. En buena parte de los barrios son comunes las fronteras invisibles, que marcan los feudos de cada grupo y también un mapa lleno de minas para la gente que vive allí.

“No entras en otro barrio si no tienes a alguien conocido y, si lo tienes, lo pones en peligro”, dice una mujer de un barrio cercano al Centro, mientras señala tímidamente una esquina. Esa está bien, pero dos cuadras a la derecha ya es mejor no ir. Hacia atrás hay otra a unas diez cuadras y aunque, en esa dirección está el mercado, ella da una vuelta dos veces más larga para evitar esa ruta.

Con las líneas invisibles no hay pero que valga. Hace un par de semanas un taxista recogió una pasajera en el hospital a las cuatro de la madrugada. Acaban de darle el alta y no tenía cómo regresar a su barrio en la Comuna 12. El conductor dudó en llevarla pero finalmente accedió, solo para ser frenado a la entrada del barrio.

“¿Usted qué hace aquí? ¿Usted se quiere hacer picar?”, le dijeron, mientras los dos intentaban explicarles que se trataba de un caso de fuerza mayor. Al final le lanzaron un ultimátum  -“por acá no se vuelva a aparecer”- y lo dejaron ir.

Una ciudad vacunada

Como las cuentas difícilmente cuadran con un cobro muchas veces diario, las vacunas se convirtieron en uno de los motores del plantón de hoy. “El racimo me cuesta 15 mil pesos y en un día lo vendo por 25 mil pesos. Te cobran 5 mil de vacuna y a veces encima de eso dos chontaduros. ¿Qué me queda?”, dice un vendedor parado en una de las calles aledañas al muelle turístico.“Acá la gente no se enferma, porque estamos vacunados por todo”. “En Buenaventura se come la comida más saludable del país, porque toda está vacunada”. Lo dicen los bonevarenses con humor cáustico y en voz baja, pero con el conocimiento de quien vive en una ciudad donde están extorsionados desde los grandes negocios hasta los minuteros.

 

Otra vendedora cuenta que cerró su puesto de jugos porque -ganando 20 mil pesos diarios, pagando vacuna y además dos jugos a sus ‘chepitos’- terminaba perdiendo. De las cien mujeres que vendían pescado en la terminal pesquero de La Playita, solo quedan una treintena. Y a las que venden arepas les cobran 3 mil.

A los pescadores les caen, bien sea en el agua o en tierra firme. Ya no se pueden venir en lanchas de motores pequeños desde La Bocana, el mejor punto de pesca entre los manglares a la entrada de la bahía, porque los atracan en el canal que está a plena vista de los edificios sobre el muelle del puerto, incluido el de la Alcaldía. O les caen apenas descargan, como le sucedió hace diez días a tres pescadores que fueron descuartizados en La Playita.

Para los que traen alimentos perecederos desde afuera hay otro impuesto, que ha permitido que se consoliden especies de monopolio sobre la venta de pollo, carne, huevos y cebolla. “Aquí ya no se volvió a ver nunca el plátano costeño. Dicen que es porque los cultivos de donde lo traían ya no dan abasto para mandar acá, pero todos sabemos que no es por eso”, dice un sacerdote. O no pagaron y les tocó irse, o simplemente no les dejaron volver a traerlo.

Y en tiempos en que las finanzas de los grupos parecen haberse apretado han aparecido nuevos cobros. En muchos barrios se cobra 50 mil pesos mensuales a los que tienen casa propia –por el ‘servicio’ de seguridad- y 30 mil a los que arriendan. En otro el cobro varía según la cantidad de habitantes y han aparecido señales de tiza en las puertas, como si fuera el censo. E incluso a muchas familias que se desplazan les han cobrado un 'impuesto' de mudanza de 300 mil pesos.

No son los únicos problemas: el desempleo ronda el 60 por ciento y casi la mitad de la población no tiene agua, pese a estar rodeada por once ríos. La ciudad se ahoga en la pobreza pese a ser el centro de la Alianza del Pacífico y a mover 15,5 millones de toneladas hacia adentro y hacia afuera.

El problema es que, pese a la resistencia, la violencia no ha parado. El mismo día de la marcha, al atardecer, mataron a una persona en la Comuna 12 y poco después a los tres pescadores. “Como si se quisiera darle una respuesta al obispo”, en palabras de un líder comunitario. Y, aunque la última semana había sido tranquila, otro hombre fue asesinado en la madrugada de la visita de Santos.Ante lo que la mayoría percibe como la indolencia de los políticos locales y del Gobierno Nacional, Monseñor Epalza –‘Moncho’ para muchos en el puerto- convocó la manifestación del 19 de febrero, que se convirtió en el acto público más concurrido desde el entierro en 1972 del obispo Gerardo Valencia Cano, el llamado “padre de Buenaventura”, que murió en un accidente de avión.

Aún así, a los bonevarenses se les siente el hastío. En voz baja pero con decisión, más de mil comerciantes y mil vendedores ambulantes reiteran su decisión de plantarse. “El Obispo empezó a cantar. Nosotros le pusimos el coro y también la orquesta”, dice un tendero, que estima las pérdidas para la ciudad en mil millones de pesos.

“Ya metimos un dedo, ya nos embarramos la mano. Como nadie tiene la valentía de decirlo solo, nos toca en manada. Y la verdad es que no aguantamos más”, dice un transportista.

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