Ingrid Betancourt es la víctima más famosa en un país de millones de víctimas. Su condición social privilegiada, la eternidad de su cautiverio, la resonancia internacional que tuvo por su doble nacionalidad colombo-francesa, el alto perfil que tenía como candidata presidencial cuando la secuestraron y la espectacularidad de su liberación en la Operación Jaque han contribuido a ello.
Ingrid ofrece y exige otro lenguaje para la transición
Pero quizás —más que todo eso— es la facilidad que tiene con las palabras lo que la convirtió en un símbolo potente del sufrimiento causado durante la guerra. La carta que ella escribió cuando estaba secuestrada rindiéndose ante el sufrimiento que le infligían los guerrilleros fue definitiva para atravesar la indiferencia de un país que ya estaba anestesiado ante tantos episodios de dolor. Su libro marcó un antes y un después en la comprensión de los horrores de la guerra.
Y, ayer, Betancourt ofreció un nuevo vocabulario para abordar la transición de la guerra a algo que quizás en el futuro pueda llamarse paz.
Eso fue, entre otras cosas, lo que hizo que la jornada de ayer en la Comisión de la Verdad fuera un día importante para la reconciliación de Colombia. A pesar, incluso, de los errores cometidos en la organización del evento por este órgano de la justicia transicional liderado por el padre Francisco de Roux.
Contexto
El encuentro mal organizado
A diferencia de otros encuentros que ha hecho la Comisión de la Verdad —no solo en Bogotá, sino también en las regiones—, en el de ayer no hubo una conversación entre víctimas y victimarios.
Todas las víctimas ya se habían reunido con la Comisión de la Verdad y con los líderes desmovilizados antes, y habían tenido la oportunidad de decirles cosas duras en la cara. Ingrid, en cambio, se había negado a reunirse con ellos previamente. Le dijo a la Comisión que primero quería escuchar lo que dijeran los líderes de las Farc, y luego reaccionar.
Los comisionados y los exguerrilleros del partido Comunes sabían que existía un riesgo de que el primer encuentro con ella fuera en público y en directo. Y lo asumieron.
El evento fue organizado de tal manera que cada intervención consistía en un discurso hecho por cada participante desde un atril. Primero una víctima, después un excombatiente de las Farc y así intercaladamente.
Que el formato no fuera una conversación ya era problemático. Pero, además, por las mismas condiciones del auditorio (el Teatro Libre de Bogotá), quien hablaba no podía ver cómo eran recibidas sus palabras, un elemento que los expertos en justicia restaurativa consideran fundamental. Todas las luces apuntaban hacia el atril y víctimas y victimarios quedaban enceguecidos por el resplandor.
A esto se le suma que fue un evento agotador, con más de 15 intervenciones que empezó a las 9:30 de la mañana hasta las 2:30 de la tarde, sin un descanso para tomar agua, ir al baño o almorzar.
En justicia restaurativa también es clave la presencia de un tercero que medie de manera equilibrada entre las dos partes porque en la guerra nunca lo hubo. En esta sesión, cada víctima tras su discurso era abrazada por los comisionados y por las otras víctimas. Los exguerrilleros, en cambio, no recibieron abrazos de nadie.
“Ellos como excombatientes le están pidiendo a la sociedad que los ayude a perdonar y los están dejando solos —dijo una experta en justicia transicional que estaba en el auditorio— este evento de ayer los devolvió como tres kilómetros, porque, a pesar de sus torpezas, hubo reconocimientos importantes que no tuvieron eco. La comisión contribuyó a ese retroceso. Están en la soledad más absoluta. Como sociedad tenemos que abrazar esa torpeza, o simplemente no abrazar a nadie”.
Como contamos, el tránsito de las Farc de justificar el secuestro a aceptarlo y pedir perdón ha sido muy largo. Solo empezaron a reconocerlo —aunque sin llamarlo por su nombre— hace seis años. Y solo este año admitieron que cometieron crímenes de guerra y de lesa humanidad, algo que ha angustiado no solo a los líderes del hoy partido Comunes, sino a todas sus bases, pues temen la manera en la que la guerrilla vaya a ser recordada en el futuro. Y que al final sean ellos los únicos actores de la guerra en asumir su responsabilidad en lo que ocurrió.
También hubo otros detalles como que, por ejemplo, el presidente de la Comisión de la Verdad, el padre Francisco de Roux, al invitar al líder de las extintas Farc lo llamó por su alias (“Timochenko” o “Timoleón”) y no por su nombre (Rodrigo Londoño). Londoño no subió hasta que lo dejó de llamar por su nombre en la guerra.
Es un gesto que, aunque parezca menor, es importante, pues llamarlo por su nombre de civil en un encuentro de reconciliación es reconocer que ya no es un hombre de guerra, que ya no es un victimario.
Y por último, fue un evento plagado de problemas técnicos y con poca capacidad de convocatoria. Al principio, tuvo problemas de transmisión y fue visto en vivo por, en promedio, 1.400 espectadores, casi como un video al que le va mal en Youtube. El momento en el que más personas lo vieron fue cuando habló Ingrid Betancourt. Allí llegó a los 2.100 espectadores.
A pesar de este diseño metodológico, que no recogió las lecciones de los múltiples encuentros de víctimas que se realizaron durante el proceso de paz en la Habana, la jornada de ayer recordó por qué es importante esta Comisión en la transición.
El nuevo lenguaje
Durante la audiencia hablaron varias víctimas y dieron sus testimonios desgarradores ante un auditorio que lloraba mientras los escuchaba: el ganadero y líder de la campaña por el No en Valledupar Roberto Lacouture y su esposa Diana Daza; Helmut Angulo, cuyos padres fueron asesinados por las Farc y sus cuerpos aún no aparecen; el exconcejal de Garzón (Huila) Armando Acuña; Carlos Cortés, hijo del periodista ‘la Chiva’ Cortés; y Angela Cordón, hija del ingeniero Guillermo Cordón.
Del lado de los guerrilleros, hablaron los líderes del partido Comunes Pastor Alape, Rodrigo Londoño y Julián Gallo y otros excombatientes como Alberto Caicedo “Solis Almeida”, Pedro Trujilla y Rodolfo Restrepo “Víctor Tirado”.
Después vino Ingrid. Vestida de blanco, no tenía un discurso totalmente preparado. Las palabras que dijo las escribió de las notas que tomó, tras las intervenciones de las otras víctimas y de los exguerrilleros. Con la voz temblorosa, comenzó a interpelar a cada uno de los guerrilleros que habían hablado. Reconociendo lo que habían dicho, y también anotando lo que le hubiera gustado a ella, y a las demás víctimas, oír de ellos.
A Alberto Caicedo le dijo que gracias por su defensa del Acuerdo de Paz, pero le dijo que le habría gustado saber si él había secuestrado a alguien. “Yo hubiera querido oírlo a usted, como comandante, decirme si usted en algún momento secuestró a alguien, si usted dio la orden de que amarraran a alguien”
A Pedro Trujillo le reconoció que dijera que cuando miraba hacia atrás sentía vergüenza con el secuestro, pero le pidió más: “Necesito que exprese lo que siente con esa vergüenza ¿Es una vergüenza social porque la sociedad le reclama lo que nos hicieron o es una vergüenza del alma?”, le preguntó.
A Julián Gallo “Carlos Antonio Lozada” le dijo: “Nosotros no representamos al pueblo, somos el pueblo. Yo quería oírlo hablar desde su corazón, no desde la política”.
En otras palabras, Ingrid les dijo que el lenguaje que estaban utilizando para expresar el perdón no era suficiente. Que tocaba ir más allá del discurso político. Que les exigía quitarse la coraza y hablar desde el corazón.
Una exigencia que es muy dura, que quizás es muy pronto para hacerla porque como dice el académico experto en justicia transicional Iván Orozco, para que los guerrilleros se reconozcan como unos bárbaros, tienen que autodestruirse. Atentar contra la imagen que han construido de sí mismos y de las vidas que llevaron. No es fácil.
No es fácil para nadie que haya estado en la guerra, y que haya creído alguna vez en la revolución o en la necesidad imperiosa de evitarla.
No lo han hecho los comandantes de la ETA, ni los del IRA. Ni siquiera los del M-19, que conservan la narrativa de una guerra que sirvió para parir la Constituyente.
Ingrid puso el dedo en esa llaga: “Fuimos todos, ellos y nosotros, deformados por la deshumanización por la que esta ideologización dio origen —dijo, leyendo su discurso—. A pesar de toda nuestra locura colectiva, hoy hemos podido ponernos de acuerdo, por primera vez, en una cosa: que el fin no justifica los medios. Hemos también comprendido los peligros de mirar al mundo a través del lente reduccionista de esas ideologías. Estas nos llevan a asumir posiciones fundamentalistas que nos aíslan y nos impiden ampliar nuestro análisis al desechar de plano otros puntos de vista”.
Era una invitación a los exguerrilleros, pero también al país.
¿Se logró?
La académica Leigh Payne dice en su libro sobre la transición en Argentina después de la dictadura “Testimonios perturbadores” que los acuerdos de transición no deben cerrar el debate sobre lo ocurrido, ni generar consenso, ni tranquilizar a las víctimas o a sus familias. Payne recomienda apostarle a lo que llama “un ejercicio de coexistencia contenciosa” en el que la rivalidad sobre las ideas, así como el conflicto que se produce sobre los valores y las metas, caractericen las discusiones de justicia transicional.
Payne dice que cuando se alcanza esa “coexistencia contenciosa” la sociedad podrá entender qué conductas no tienen justificación bajo ninguna circunstancia y cómo se puede construir un presente y un futuro frente a un pasado de violaciones generalizadas de los derechos humanos.
Ese objetivo se cumplió ayer. “No se puede hacer la paz si no hay un mínimo consenso sobre que nunca más podemos volver a la guerra”, dijo a La Silla la comisionada Martha Ruiz. “Es positivo también que el país vea que las víctimas tienen sentimientos ambiguos”.
Por ejemplo, el ganadero Roberto Lacouture, quien se definió como “católico, conservador y uribista” dijo: “Es necesario parar, es necesario seguir adelante, es necesario que todos los colombianos nos llenemos de amor por nosotros mismos, por nuestras familias, por el bien de Colombia. Yo de pronto no puedo perdonar, o de pronto puedo perdonar, no sé qué va a pasar. Lo que sí no voy a hacer es olvidar”, afirmó.
Otro ejemplo fue Helmut Angulo, hijo de Gerardo y Carmenza Angulo que fueron secuestrados en el 2000, que rechazó el sistema de justicia transicional que creó el Acuerdo y que los guerrilleros no sean condenados como delincuentes en la justicia ordinaria. Sin embargo, reconoció que hay excombatientes que, desde finales del año pasado, lo están ayudando a buscar los cuerpos de sus padres y han dado datos clave en esta búsqueda.
Incluso, Ingrid fue clara en que creían que los guerrilleros merecían el peor castigo pero en el marco del Acuerdo de Paz.
Nadie dijo que el Acuerdo debería hundirse. Sin embargo, quedó claro, como dice el comisionado y académico experto en transiciones Alejo Castillejo, que “nadie va a un evento de reconocimiento sin la expectativa de un perdón. Un perdón en el sentido del evangelio global, en el que el reconocimiento va unido a la contrición”.
Ingrid les pidió eso a los exguerrilleros: "Volver a ser humanos es llorar juntos. Algún día tendremos que llorar juntos. Por el sufrimiento de ustedes, el de su vida, por el que nos causaron y por el sufrimiento de Colombia que lo vemos hoy en los muchachos que están en las calles porque tienen hambre, porque no tienen trabajo y porque los señalan de terroristas, porque, siendo pobres y jóvenes, los asimilan a combatientes de las Farc. Y esa es una responsabilidad que ustedes también tienen".