En Mártires y Santa Fe, dos localidades donde hay mayores investigaciones por abuso policial, las víctimas van desde trabajadoras sexuales hasta comerciantes y dueños de moteles y gastrobares.
En Mártires, a punta de abusos, los policías se hacen su agosto en la pandemia
Ilustración: Alejandra Vargas para La Silla Vacía
En un motel del barrio La Favorita, en la localidad de Mártires, un cliente se quejó hace unas semanas con la administradora porque la trabajadora sexual con la que había estado hacía unos minutos le acababa de robar el celular.
Como la señora se demoró en resolver el asunto, el cliente salió a la calle y llamó a dos policías que estaban cerca del lugar. Ellos entraron a la residencia y le dijeron a la recepcionista: “Si usted se presta para robos, le vamos a sellar el lugar. La otra opción es que nos dé para la gaseosa”.
La mujer cerró la puerta, cogió del pelo a la trabajadora sexual y haciéndole tocar la cabeza con el piso, la amenazó: “O me aparece ese celular o no la dejo ir, perra hijueputa”, le dijo. La dejó en el piso y luego se dirigió a los agentes: “Claro, les doy para la gaseosa, pero espere, ese celular aparece”.
Unos minutos después, apareció otra trabajadora sexual con el teléfono.
—De todas maneras, nos tienen que dar para la gaseosa— dijo uno de los policías a la administradora.
—Claro. Tomen 40 mil.
—Ja, ja, ja. ¡Oigan a esta! ¿40 mil? Por un robo le puedo sellar el negocio. Mínimo 400. ¿O la sello?
La mujer se los dio.
Esta es solo una de las historias que viven a diario los trabajadores y residentes de las localidades de Mártires y Santa Fe, en el centro de Bogotá, donde convergen trabajadoras sexuales, comunidad LGBTI, migrantes, habitantes de calle y comunidades indígenas desplazadas que viven de la mendicidad. También hay una población flotante de más de 1,7 millones de personas, que no viven ahí, pero pasan por la zona.
Las dos localidades de Bogotá que están a pocos metros de la Casa de Nariño, la Vicepresidencia y todas las entidades del poder, también son las que reportan más investigaciones abiertas por abuso policial en los últimos cinco años, según la inspección de la Policía Metropolitana de Bogotá.
Santa Fe, con 117 mil habitantes, tiene 169 investigaciones por abuso policial y Mártires, con 90 mil habitantes, 118, desde enero de 2016 hasta hoy.
Bosa es otra localidad con un número importante de investigaciones abiertas en esa entidad, 129, pero tiene una población de 800 mil habitantes.
En 2019, la Defensoría del Pueblo emitió una alerta temprana en la que, entre otras cosas, le pide a la Policía impulsar investigaciones frente al abuso policial, la discriminación, la corrupción de la Policía y sus vínculos con grupos al margen de la ley.
Evidentemente, la alerta se mantiene pues los problemas son los mismos.
Así lo constató La Silla Vacía en los últimos días. Habló con 14 personas entre trabajadoras sexuales, vendedores informales, comerciantes, administradores y dueños de moteles y gastrobares que accedieron a dar sus testimonios a condición de no ser nombrados ni caracterizados pues coinciden en que en esos lugares “la vida no vale un peso”. Todos temen represalias de la Policía.
Los 14 nos dijeron que han sido testigos o han vivido en carne propia el abuso de la Policía que, según ellos, se intensificó con la pandemia: agresiones físicas y verbales, comparendos injustos, complicidad con las mafias y, en especial, chantajes y cobros irregulares de dinero.
El eslabón más débil
En Los Mártires, entre las calles 19 con carrera 15 y la 24 con Caracas, el trabajo sexual empieza temprano. Desde las siete de la mañana los moteles están abiertos y al frente de sus garajes, que son también la puerta de entrada, las mujeres lanzan besos, guiñan los ojos, se exhiben. “Venga, mi amor”, les dicen a sus potenciales clientes.
En el barrio La Favorita, hay esquinas específicamente de mujeres trans. De mujeres morenas. De menores de edad. De venezolanas. Algunas trabajan por las mañanas, otras por las noches.
Un día de mayo, Laura, una prostituta trans de esta localidad que concentra el 21 por ciento de la prostitución de toda la ciudad, salió a trabajar en plena cuarentena estricta. Cuando ya de madrugada iba de vuelta a su casa, una moto con dos policías la abordó. “Señor, usted no puede estar en la calle. El comparendo es de casi un milloncito”, le gritaron.
Ella dice que incumplió la cuarentena porque donde vive no tiene cocina, así que el mercado que le dio la Alcaldía no le servía, y, de todos modos, tenía que pagar el arriendo.
— No soy señor, soy señora, señorita, y entiéndame que tengo que trabajar o no tengo para comer, les respondió.
— Señor, tendrá que darnos de comer a nosotros también, le contestaron los policías riéndose.
— No les voy a dar nada, hijueputas, dijo. Estaba agotada.
Respuesta equivocada. Los policías se bajaron de la moto, le jalaron el pelo, le pegaron con el bolillo en las prótesis de la cola y de los senos.
“Cuando ya estaba en el piso me quitaron la plata y el celular. Ahora, pese a que ya reabrió la ciudad, cada vez que me los encuentro les doy que 20, que 30. Se ha vuelto parte de los gastos porque la montan por cualquier cosa. Pero no soy la única, a muchas nos toca darles plata”, dijo ella.
En un motel a tres cuadras del de Laura, otra trabajadora sexual que me dice que la llame Julieta, me pide que la espere mientras hace “un rato” con el hombre alto y musculoso, con un pasamontañas en la cara, que acaba de llegar en una moto; que cuando vuelva, me cuenta sobre el abuso de los policías.
A su lado, otras tres chicas bailan al ritmo de una ranchera, que se confunde con un reguetón del motel vecino.
El rato dura entre 10 y 20 minutos, 25 mil pesos. Julieta está lista para hablar. Me cuenta que hace dos semanas, estaba con otras chicas, que comenzaron a gritarles a los policías que pasaban por ahí “adiós, mi amor”.
Ellos se acercaron y le preguntaron a Julieta qué gritaba. “Yo era la única que no gritaba. La verdad es que ni los miro y creo que por eso me la montan”, me dijo. Entonces, la reprendieron por no llevar puesto el tapabocas. Pero ella, según sus otras tres compañeras, era la única que lo tenía puesto.
Entonces, le pidieron que se subiera al bus, una especie de CAI móvil que tiene vidrios polarizados al que algunos habitantes de Mártires llaman “el búnker de la muerte”.
Según dos administradores de gastrobares, tres trabajadoras sexuales y dos administradoras de hoteles, en ese vehículo, de vidrios oscuros, ocurren “cosas de todo tipo”.
A las que tienen suerte, solo las retienen un rato ahí dentro haciendo nada, salvo perdiendo horas valiosas de trabajo. Pero a otras, los policías las golpean; algunas, aseguran ellos, han sido abusadas dentro del bus.
“Yo sabía que si me subía, me iban a violar —dijo Julieta—. Como no me subí, me pusieron un comparendo de 900 mil pesos, pero lo apelé ante la misma policía porque yo tenía puesto el tapabocas”. Pero aún no sabe si lo tiene que pagar o no.
Otras trabajadoras sexuales prefieren callar.
“Acá opera la ley del silencio, o a uno le va peor. En este país si a uno lo viola un policía, ¿uno con quién denuncia? Como uno trabaja en esto, nadie le va a creer porque de entrada una es la puta”, dijo —esta vez por teléfono— otra de ellas.
La tajada de los hoteleros y comerciantes
En un gastrobar, una persona me mostró el video de un hombre que aparece con la cara amoratada y el ojo izquierdo inflamado. Fue golpeado por uniformados dentro del famoso bus porque no pudo recoger el dinero que les pasaba diariamente, unos 30 mil pesos.
La Silla pudo confirmar con la Alcaldía Local que el video es real. Lo saben porque el hombre, que se dedica a administrar un motel, se atrevió a denunciar tras ser golpeado.
En un local del mismo barrio que funciona como residencia y como bar, una mujer dijo que va a instalar una greca de café y un carro de perros calientes para volverse “gastrobar”.
Aunque ella piensa que la venta de comida en ese lugar es una “esclavitud y un desperdicio”, prefiere ofrecer alimentos porque es la única forma que la dejan reabrir y volver a vender trago y ganar algo, aunque sea menos que antes de la pandemia del covid.
La mujer dice que todos los días le da 10 mil pesos a la Policía para que la dejen en paz. Pero otros tienen que pagar más: “Los de los night clubs pagan 400 mil pesos solo por el fin de semana y hay otros administradores de moteles que pagan 30 mil diarios”. Esta versión la confirmaron cuatro fuentes más.
Todos coinciden en que la Policía suele aprovecharse de que los administradores de los moteles y de los gastrobares no cumplen con las reglas para chantajearlos. Les piden dinero para dejarlos funcionar más del tiempo establecido, que ahora es hasta las 11 de la noche para gastrobares y 12 de la noche para hoteles; también para hacerse los de la vista gorda con la aglomeración de personas; o para no sancionarlos porque no tienen los papeles en regla; o incluso, porque les parece que no hay suficiente alcohol o que algunos llevan mal puesto el tapabocas.
La pandemia ha representado una fortuna para los policías corruptos de Los Mártires y Santafé pues ha recaído en ellos reforzar el cumplimiento de las normas de bioseguridad.
Tres personas del lugar nos reconocieron que algunos uniformados incluso permiten el trabajo sexual de menores si les pagan dinero.
La Alcaldía Local ha intentado trabajar en mesas de diálogo con la comunidad y de organizar a los hoteleros y comerciantes para que cumplan con lo establecido y eviten así ser víctimas de chantajes. De hecho, están creando una asociación de hoteleros que les permita crear un frente común.
En la Alcaldía Local también le dijeron a La Silla que no todos los policías son corruptos, y que gracias a la acción de algunos de ellos hay varios moteles que están en extinción de dominio justamente por trata de menores; El Castillo, por ejemplo, fue cerrado por ese delito y va a convertirse en un museo dirigido por Idartes.
Sin embargo, según los testimonios que recogimos, cumplir con las normas tampoco es garantía para estar exento de los abusos de la Policía.
“Así uno tenga todo en regla, igual piden y es que uno apenas se está recuperando. La reapertura ha sido muy dura. Todo el mundo está endeudado. Yo prefiero que me sellen, a tener que darle mi plata a esos triplehijuputas”, dijo la dueña de un gastrobar.
Pero son pocos los que se resisten a pagar esas ‘vacunas’.
En la localidad de Santa Fe, en San Victorino, el barrio más popular del comercio y que ha sido noticia por las aglomeraciones, tres comerciantes admitieron que cuando estaba la restricción de horario en mayo y junio, muchas veces tenían que pagarles a los policías entre 200 y 300 mil pesos para que les permitieran abrir antes de las 12 del día.
“Todos acá funcionábamos a media reja desde la mañana porque en la noche es muy peligroso. Cuando llegaba la policía, bajábamos la reja de un golpe, pero los que no alcanzaban a cerrar, tenían que pagar”, dijo uno de ellos. Dos comerciantes y tres vendedores informales lo confirmaron.
Ahora algunos policías les cobran por las aglomeraciones.
La relación con La Olla
Es tan poca la legitimidad de la Policía que para solucionar los problemas que se presentan, los residentes de estos barrios casi nunca llaman a los uniformados, sino a La Olla, una mafia que controla el narcotráfico en la localidad y que, paradójicamente, termina jugando a la autoridad.
Para llamar a los integrantes de La Olla, lo común es avisarle a algún vendedor ambulante, varios de los cuales sirven de informantes. Por eso, a veces, los de La Olla llegan por su cuenta.
El problema de ‘convivencia’ más frecuente es que una de las trabajadoras sexuales de los moteles robe a un cliente o que se peleen entre ellas.
“Cuando llega La Olla pues las educan a golpes”, dijo a La Silla una mujer que administró una residencia en Mártires y que ya se fue del barrio. “Les pegan en la cara o les echan colbón en el pelo y así ellas aprenden”.
Dice que “lo bueno” es que no cobran por solucionar el problema. “En cambio la Policía sí cobra, pero no soluciona el problema (...) Por eso, si me ponen a elegir entre la Policía y La Olla pues me quedo con La Olla”, dice.
La mujer, una de las pocas que se atrevió a hablar de la relación de la policía con esta banda delincuencial, dice que es “obvio” que La Olla tiene comprados a los policías. “Porque si de verdad trabajaran los capturarían, pero a los que capturan, siempre son a los consumidores”.
Una versión que La Silla también oyó de manera repetida en el Verbenal, un barrio en la localidad de Usaquén, al otro lado de la ciudad, en otra historia sobre abuso policial.
De esta manera, en complicidad con algunos uniformados, los integrantes de La Olla mantienen el control del territorio.
“Y es que de todos modos si no se dejan comprar, los amenazan o los desaparecen”, dijo la mujer.
La Silla llamó a la Inspección de Policía de Bogotá y al comandante de la Policía Metropolitana de Bogotá, el general Óscar Gómez Heredia, para hablar sobre estos abusos, pero no fue posible obtener una respuesta.
Tampoco obtuvieron una respuesta la mayoría de las víctimas de abuso policial, en los Mártires y Santafé y en el resto de la ciudad.
A través de derechos de petición a la Policía Metropolitana de Bogotá, a la Fiscalía, Procuraduría y la Dirección de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobierno, La Silla encontró que la regla es que no haya justicia para quienes denuncian todo tipo de abusos policiales.
De las 140 denuncias que tramitó la Dirección de Derechos Humanos, solo cinco han terminado en sanciones.
De las más de 7.491 investigaciones que han pasado por la Fiscalía, ninguna terminó en un fallo sancionatorio por un juez. En la Procuraduría, de 3.272 denuncias, solo uno llegó a un fallo disciplinario en contra, dos casos terminaron en absoluciones y 113 han sido archivados.
Y en la Inspección de Policía de las miles de denuncias que llegaron en cinco años, solo se han abierto 1.004 investigaciones en toda la ciudad, de las cuales solo 118 han terminado en sanciones: 35 destituciones, 77 suspensiones, 21 multas y una amonestación escrita.
Quizás lo que sí ha cambiado es que ahora las personas se están animando más a denunciar a los policías. Cuando les preguntamos por qué, coinciden en que con la Alcaldía de Claudia López y de la alcaldesa local, Tatiana Piñeros, sienten que por primera vez en años, ante los abusos el mandatario está más del lado de ellos que de la Policía.