El eterno corazón roto
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Hace unas semanas le dije a una amiga que reconozco muy bien que mi estado perpetuamente amargo surge de sentir el corazón roto. Tener el corazón roto significa sentir malestar permanente causado por el romanticismo y otros achaques sentimentales en un órgano metafísico que se mueve por dentro de todo el cuerpo (algo así como el útero errante griego) y que afecta el cotidiano por el impacto emocional, físico y mental que genera. El dolor puede ser crónico.
Llegar al autodiagnóstico implicó desglosar gran parte de mis memorias. Las primeras relaciones peligrosas y rebeldes de la adolescencia; 7 años de relaciones y de vaivenes posteriores al colegio y un año de pandemia para sentir el impacto —de tanto trajín sin pausa— reposarse en el organismo, ordenado a estar quieto por el confinamiento.
Me enamoré 3 veces de hombres que compartían varias características que aún encuentro atractivas. Amantes de la naturaleza, buenos cocineros, guapos, inteligentes, enigmáticos, persuasivos y apasionados por las artes y humanidades. Detrás de mi gusto ciego por ellos palpitaban mis ganas de vivir así: disciplinada por mis metas, sin desconfianza de mis capacidades o talentos, sin miedo a ser violentada por la sociedad, sin el peso de mi género en algunos pilares simples de la vida.
Yo creía, y lo veo ahora en retrospectiva, que salir a las calles era más seguro acompañada de mi pareja; que viajar era más seguro en pareja, porque ser mujer implicaba de por sí demasiado riesgo; que yo no podía sola con nada porque no tenía las herramientas suficientes; que quienes podían apoyarme en mis proyectos de vida eran ellos porque nadie más iba a creer en mí. No importó haber viajado sola durante un año como mochilera ni ser madre, estudiante y trabajadora al mismo tiempo. La premisa era clara pero muda: sola no podía realizar nada. Necesitaba a esos hombres, porque tener pareja trae beneficios en sociedad.
Hoy pienso que los aspectos positivos de las personas no pueden opacar los signos de alerta o molestia en un vínculo. En mis relaciones hubo muchos momentos en los que me sentí humillada, negada, escondida, minimizada, silenciada, menospreciada, burlada, abandonada, infantilizada, juzgada y traicionada. Me recuerdo demacrada, triste, iracunda, indecisa, sin confianza en mí misma y sin límites trazados. El estado de dependencia emocional parece hierba mala que crece una y otra vez después de haber, aparentemente, desaparecido.
La información que recibí como mujer tiene gran parte de la responsabilidad de este tipo de situaciones que permití y alimenté. Desde muy niña charlábamos entre compañeritas acerca de con quién nos casaríamos, debatíamos qué es ser una “buena niña”, escalafonábamos la belleza de las chicas del salón con crudeza y andábamos pendientes de la atención de los chicos a edades muy cortas. Además, consumí todas las películas de las princesas Disney de la vieja guardia, y el contenido musical, radial y televisivo de mi infancia hablaba mayoritariamente de amores, desamores e imaginarios de la mujer dentro de los escenarios románticos.
Como anécdota, en preescolar había un chico que se llamaba Daniel. Nos regalaba peluches y dulces a varias niñas del salón, con la condición de que debíamos mantener en secreto sus obsequios porque “las otras” se pondrían celosas si lo supiesen. En efecto, todas los escondíamos. Lo que fue una situación inocente, hoy me parece triste, porque tanto él como nosotras copiamos conductas nocivas que veíamos en los mayores.
El corazón roto segrega tinta oscura y soluble que se expande por cada célula. Padeciéndolo durante años, me lancé al bucle tedioso de verme con rechazo en el espejo, criticando con severidad cada parte de mi cuerpo, preguntándome cualquier cosa ridícula que me sumergiera más en el autosabotaje. Cedí mi voluntad al estado de la insuficiencia. Me convencí de que cualquier cosa que me hiciesen y me hiriese me la merecía; de esa forma no podía ser competente en ningún vínculo sentimental y continuaba buscando el patrón de involucrarme con personas que no querían comprometerse o que simplemente no estaban del todo interesadas en mí. En el ámbito profesional, compuse canciones que se quedaron escritas en las notas de algún celular por una eternidad y renuncié antes de tiempo a proyectos prometedores, personales y en colectivo.
Después de un largo tiempo de intentar desprenderme de mis apegos más arraigados, de mis inconsistencias, demonios e inseguridades, por fin —en el equinoccio de primavera— el dolor punzante del recuerdo del amor pasado se esfumó y me vi frente a una hoja de papel trazando caminos para sacar quien soy, en solitario y a la luz. Me sentí digna y suficiente para habitarme en paz después de haberme abandonado para ser la sombra de quienes dije amar.
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