El interruptor de la insurrección

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Enfocarse en que Donald Trump fue censurado es perder de vista el problema. Hace rato que este experimento desbordó los confines de la libertad de expresión.

En respuesta al asalto al capitolio y después de muchos rodeos, las redes sociales finalmente le quitaron el megáfono a Donald Trump: Twitter suspendió su cuenta y Facebook lo silenció mientras abandona la Casa Blanca. Ante un escenario que se veía venir, el dilema de fondo no es si la decisión fue correcta; la pregunta, más bien, es si estas empresas tenían alguna otra alternativa.

Con la decisión de sacar de su plataforma al presidente de Estados Unidos, Twitter intenta apagar un incendio que ayudó a crear, pero del que no es la única responsable. Donald Trump es un invento televisivo que encontró su hábitat en las redes sociales, un espacio que alimenta y se alimenta de individuos como él. Reacción, indignación, clic. Reacción, indignación, clic. 

La economía de internet premia la captura de pupilas y Trump lleva décadas en el negocio de la atención: ‘realities’, portadas de revista, libros, universidades de garaje, hoteles, canchas de golf y vinos de mala calidad. El producto no es el producto; el producto es él. Con credenciales de sobra, Trump construyó en Twitter una exitosa tribuna de ataques y mentiras. Tan exitosa que una campaña presidencial pensada para hacerse publicidad lo puso en la Oficina Oval.

Decía que Twitter no es la única responsable del fuego. La teoría de conspiración QAnon –encarnada por el chamán que posó orgulloso en el senado– floreció en los grupos de Facebook; Youtube tiene decenas de videos sobre el movimiento antivacunas, los planes de Bill Gates para tomarse el mundo o los reptilianos; y en Instagram pululan los influenciadores que venden batidos milagrosos. De distintas formas, todas las plataformas han contribuido el entorno de desinformación que vivimos. 

En esas mismas redes sociales, sin embargo, se fortalecen también los movimientos sociales, nos encuentran las parodias y los ‘memes’–que afortunadamente aparecen como un reflejo de las noticias– y tenemos todo tipo de conexiones e interacciones cotidianas. Como cualquier tecnología, Internet existe en contextos sociales, políticos y culturales, y a estas alturas ya está claro que la frontera entre la vida ‘offline’ y ‘online’ es difusa. Por eso resulta equivocado pensar que este expediente empieza y termina en un puñado de apps.

Si bien el diseño de las redes sociales y el modelo económico subyacente han incentivado la fragmentación de la realidad y las reacciones más instintivas de la gente, la turba de seguidores de Donald Trump no es simplemente un problema de internet. Cada una de las personas que intentó meterse al capitolio el miércoles pasado convive en un ecosistema de manipulación que la derecha gringa y el partido republicano consolidó de manera exitosa en este último lustro. 

Además de las burbujas de desinformación en las redes sociales, la televisión por cable y el enjambre de políticos y operadores de derecha se encargaron de consolidar una arquitectura de influencia que controla la atención del trumpismo. Las teorías de conspiración tienen un ciclo de vida garantizado y cada tuit de Trump se distribuye a través de una cadena alimenticia de militantes, mercachifles y mercenarios –las razones para apoyar este proyecto político varían en la escala del oportunismo y la convicción–.  

Twitter y Facebook entienden esta realidad mejor que nadie. El planeta trumpista que sus servicios habilita puede ser rentable, pero también es cada vez más problemático. ¿Cómo enfrentar una comunidad que habita una realidad paralela y que por cuenta del poder político pasó de los extramuros al centro de la discusión? ¿En qué momento esta especie de videojuego va a reemplazar la realidad? 

Sin desconocer que la posición se alineaba con su interés comercial, las redes sociales rechazaban con razón la responsabilidad de adjudicar verdades. ¿Trump dice que Barack Obama nació en Kenia? No nos corresponde entrar a corregirlo, respondían. ¿El trumpismo denuncia que Hillary Clinton lidera una red de pedofilia? No somos jueces, explicaban.

El discurso funcionó un tiempo, pero el propio éxito de sus aplicaciones –cuidadosamente diseñadas para mantenernos absortos– las enfrentó rápidamente a los problemas del mundo real que transcurren en sus espacios: el terrorismo, la violencia contra las mujeres, las amenazas y, claro, la desinformación. 

Lo que vimos en 2020 fue un cambio drástico en el papel de las plataformas frente a la actividad de los usuarios: de espectador a árbitro del partido. Si bien ya había decenas de reglas sobre cuentas y contenidos, durante el año pasado Facebook, Twitter y Youtube intentaron que sus plataformas no se convirtieran en un altavoz de mentiras sobre el covid y, sobre todo, se propusieron evitar que Trump las usara para consolidar su conspiración. 

Acá es importante poner en contexto lo que pasó el 6 de enero. Cuando Trump invitó a sus seguidores a marchar hacia el congreso estaba dándole la puntada final a un movimiento que llevaba meses promoviendo y cuyo propósito era desconocer la voluntad popular. Pero no se trataba de una audiencia desprevenida, sino de la base más alienada y delirante que él y su apparatchik llevan años engordando con mentiras, xenofobia y odio. Ellos, que querían robarse la elección, gritaban ¡Stop the steal! –¡Paren el robo!–. 

Desde 2019 Trump estaba diciendo que habría un gran fraude para que los demócratas ganaran la elección presidencial. Y, como es usual con este villano, le deletreó su plan a cualquier que quisiera oírlo: la noche de la elección diría que había ganado, desconocería el resultado e intentaría subvertirlo. Dicho y hecho. Peor aun, la toma del capitolio en Washington se había ensayado meses antes en Michigan. 

Con el antecedente de la interferencia rusa y Cambridge Analytica en 2016, Twitter y Facebook estaban ante un riesgo enorme. Además de la interferencia electoral, estos servicios enfrentan serios cuestionamientos por su posible responsabilidad en episodios violentos alrededor del mundo. 

Conscientes de lo que estaba en juego, estas redes sociales tiraron su manual por la ventana e implementaron varias medidas inéditas durante la campaña presidencial y se prepararon para el Día D el 3 de noviembre (recordemos que las cadenas de televisión también optaron por medidas extremas). Fue solo hasta ese momento que Twitter etiquetó un tuit de Trump sugiriendo que era falso. Y solo hasta este miércoles le borraron por primera vez un par de tuits y un video, mientras la bandera confederada –símbolo de la supremacía blanca– se paseaba por los corredores del capitolio. En el video eliminado Trump les decía a sus seguidores que eran “especiales” y los “amaba”.

Con cinco muertos y dos largas semanas de Trump en la Casa Blanca por delante, Twitter y Facebook decidieron al final quitarle el megáfono al presidente. No lo silenciaron: con solo levantar el teléfono, Trump puede hacer una alocución por Fox News. Sin embargo, sí redujeron la amplificación de su mensaje y de los que él mismo amplifica, y elevaron el costo de sus mentiras. Le enviaron también un mensaje a sus aliados y rompieron la brújula del trumpismo. La cuenta de Twitter del líder era a la vez su voz y el libreto de su movimiento.

A la decisión de estas redes sociales se sumó la de otros jugadores de internet: la plataforma de transmisión Twitch suspendió la cuenta de Trump; Amazon sacó a Parler –el ‘twitter’ de la derecha– de sus servidores y Apple y Google la retiraron de su tienda de aplicaciones. Incluso la plataforma de comercio electrónico Shopify canceló el sitio de mercadeo de Trump. 

La crisis también la enfrentan las compañías de internet. Sus reglas se crean y se cambian sobre la marcha porque el objetivo principal ahora mismo es el control de daños. Igualmente, actúan con oportunismo político –la balanza de poder se inclina ahora hacia los demócratas– sin calcular el precedente que están dejando. Por ejemplo, ¿se meterán de lleno los servicios de ‘hosting’ o las plataformas comerciales en la moderación de contenidos?

Sin duda, esta tormenta pone en el foco a las redes sociales, su responsabilidad en esta tensión y el poder que tienen en definir quiénes y cómo participan en el debate público digital. Hay que hablar de eso y del modelo de negocio y del futuro de la información. También tendremos que examinar los principios de la libertad de expresión, cuyo ejercicio en la era digital enfrenta serios riesgos de manipulación e instrumentalización. 

Hay muchas incertidumbres en este debate, pero si hay algo claro es que las fórmulas de siempre son insuficientes. Enfocarse en que Donald Trump fue censurado es perder de vista el problema. Hace rato que este experimento desbordó los confines de la libertad de expresión. El presidente de Estados Unidos articuló y promovió una insurrección histórica contra su país gracias a un robusto ecosistema de mentiras. Intentó robarse una elección, hubo violencia y podría haber más. 

Entre más se conoce lo que pasó el miércoles más claro queda que Estados Unidos caminó por la cornisa de una masacre. Las redes sociales no tenían opción y con el mismo poder que mantenían a Trump prendido lo apagaron. Si a usted le preocupa que Twitter o Facebook tenga ese poder para hacer lo que hicieron pregúntese más bien otra cosa: ¿por qué no lo usaron antes?


*Cofundador de Linterna Verde y creador de La Mesa de Centro.

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