La ambivalencia de Duque hacia los migrantes perjudica la integración

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Mantener un ánimo solidario es cada vez más difícil si el alto gobierno continúa instrumentalizando a los migrantes cada vez que necesita mover la agenda pública a su favor.

El 11 de septiembre pasado, luego de la primera noche de movilización ciudadana contra la violencia policial de los últimos días, Iván Duque mencionó que se contemplaría deportar a los “extranjeros” involucrados en los hechos. En ese momento, el país apenas comenzaba a conocer la dimensión de los excesos de la autoridad gracias a la actividad en redes sociales y a comunicadores independientes. Durante el día, buena parte de los medios tradicionales se habían centrado en evaluar los daños materiales en diferentes CAI, sobre todo en Bogotá, así como en focalizar su análisis en la supuesta infiltración de la protesta social y en la comisión de actos vandálicos. 
 
Con los días, la mención a las deportaciones pasó de largo en medio de la indignación ciudadana por las muertes a manos de las autoridades y la voluntad del gobierno por enfocar el debate en la presunta premeditación en los disturbios. Sin embargo, dicha referencia no es un asunto menor.

Esto es más que un detalle en la estrategia de comunicación de un gobierno que atraviesa por una crisis de liderazgo, dirigido a aquellos que ven en los migrantes una amenaza a la seguridad. También es una muestra de que la migración es una ficha que el mandatario está dispuesto a quitar y poner, según le sea útil, al punto de estigmatizar institucionalmente a esta población si el objetivo político así lo requiere.

Una hipótesis en este respecto nos lleva a pensar en el tiempo y el espacio en el que Duque decidió mencionar la deportación como opción. Su mención mostraría que, al ejecutivo, además de estar lejos de comprender sus causas, le cuesta entender a qué tipo de violencia se enfrenta y, por consiguiente, qué tipo de respuesta plantear.

Durante años la autoridad estatal no fue desafiada en las ciudades de manera amplia. Quizá no porque fuese justa, sino porque había un enemigo en común entre cuerpos policiales y la mayoría de la ciudadanía urbana. 

Específicamente, la escala del enfrentamiento con los grupos irregulares, concentrada en entornos rurales y periféricos, ayudó a que durante años el statu quo frente a la autoridad policial en las urbes se mantuviera, a través del discurso y el disciplinamiento ciudadano. Así, la existencia de un enemigo general, común, como lo fue durante décadas la guerrilla, profesionalizó el discurso gubernamental y mantuvo la receptividad en la ciudadanía, a ras de la ocurrencia de enfrentamientos como los de las semanas pasadas. 

Sin embargo, con la gobernabilidad resquebrajada, en medio de la falta de un discurso unificador y de un sinnúmero de necesarias reivindicaciones atascadas en la población desde hace décadas, la violencia ciudadana es un mecanismo de acción atractivo para una mayor parte de la población, frente a una autoridad que sobrepasa su mandato.

La legitimidad absoluta e incuestionada, que antaño incluso sobrepasaba la injusticia, no cuenta ya con el apoyo de una retórica generalizada e indiscutida. Por supuesto que los detalles al respecto requieren de una reflexión más profunda. 

En cualquier caso, esto nos sirve para ilustrar cómo mencionar a posibles terceros, candidatos a reemplazar los enemigos que antaño unificaban, es percibido como útil por un gobierno que mantiene el ethos de unificar a partir de la otredad. Los “extranjeros” se convierten en sujetos de interés en este contexto, como candidatos a servir en la creación de un otro sobre quién descargar responsabilidades. 
 
Así, es posible plantear que la mención de Duque sobre las deportaciones, hecha pensando en migrantes venezolanos, fue un reflejo encaminado a buscar algún tipo de unidad ciudadana, dirigido a dar una impresión de control sobre la situación. Con los días, la falta de evidencia de participación de migrantes en los hechos y la preferencia del gobernante por el discurso de la infiltración y sistematicidad dirigida por grupos subversivos, han dejado al descubierto que la mención original iba de la mano del desconocimiento y de la presunción. 

Pese a todo, el mandatario encontró una apuesta políticamente rentable en el señalamiento de los “extranjeros”. Los migrantes son un grupo vulnerable que difícilmente puede contradecir al poder. También es fácilmente reconocible entre la ciudadanía por sus diferencias imaginadas o reales. Además, el gobernante puede justificar legalmente su acción con base en información producida por entidades a su cargo en pro de la seguridad nacional, una noción tan amplia y ambigua como la política detrás de su definición.

Uno de los grandes problemas que surgen de esta instrumentalización recae en la institucionalización del estigma sobre los migrantes en un contexto de creciente xenofobia. El proceso de integración de los migrantes venezolanos en Colombia, que instancias técnicas, locales y ciudadanas se han encargado de organizar durante los últimos cinco años, y que requiere del apoyo político absoluto del ejecutivo, es el más afectado por esta dinámica ambivalente.

Los esfuerzos de estas instancias, humanitarios, económicos y de coordinación técnica, que el alto gobierno ha presentado como uno de sus grandes éxitos ante observadores externos, pueden verse truncados y disminuidos ante este doble rasero que pone a la migración como chivo expiatorio frente a la opinión pública.

Así, el llamado es a la reflexión sobre el uso y el abuso del discurso que estigmatiza a los migrantes en medio de la profunda crisis de liderazgo que atraviesa el país. Duque y su gabinete están todavía a tiempo de no borrar con el codo lo que las instancias técnicas y locales, y la sociedad civil, han escrito con su mano sobre integración migratoria en Colombia. 

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Venezuela

*Este es un espacio de opinión y debate. Los contenidos reflejan únicamente la opinión personal de sus autores y no compromete el de La Silla Vacía ni a sus patrocinadores.

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