La pandemia refuerza la vigilancia y el control sobre los migrantes

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En medio de la pandemia, los migrantes y retornados se enfrentan a mayores grados de vigilancia y control social, lo que aumenta la discriminación y entorpece el proceso de integración en el largo plazo.

Vigilar y controlar son dos acciones fundamentales en la gestión frente al nuevo coronavirus. O por lo menos, esa parece ser una de las conclusiones preliminares al analizar las respuestas de gobiernos, organizaciones y ciudadanos frente a la pandemia. Nuestras vidas están hoy más sujetas que nunca a la instrucción, la disciplina y el castigo, algo justificado en estadísticas, datos y ciencia.

Prueba de ello es que tendemos a mirar la gestión gubernamental a través de la lupa de la eficiencia, al cuestionar qué tanto se ha controlado la expansión del virus, y cómo se han vigilado a los ‘vectores’ de contagio, es decir, a nuestros conciudadanos. Al tiempo, aceptamos tácitamente un discurso que segmenta entre personas más o menos vulnerables, y entre individuos en mayor o menor riesgo de convertirse en transmisores del virus.

En medio de este ir y venir de decretos, cuarentenas y confusión, la movilidad humana desde y hacia Venezuela se ha convertido una vez más en un asunto central en la agenda. Ya es bien conocido que desde el inicio del confinamiento miles de migrantes han solicitado apoyo al gobierno central y a las administraciones locales, luego de perder sus fuentes de ingreso y sus lugares de residencia. También es sabido que se han agilizado mecanismos de apoyo para muchos de ellos por parte del gobierno y la sociedad civil.

Además, hemos visto cómo se ha reactivado la movilidad de miles de personas que han decidido retornar a Venezuela, lo que ha conducido a no pocos choques entre autoridades y ciudadanos y, por supuesto, a elevar la ya alta tensión entre Bogotá y Caracas. Pero lo que quizá todavía no se ha analizado a profundidad es la relación entre el control y la vigilancia sobre los migrantes en medio de la pandemia, ya desde antes sujetos de seguimiento especial por parte del gobierno y la sociedad en Colombia.

Controlar y vigilar no son acciones necesariamente explícitas, aunque se valgan de símbolos de autoridad y fuerza perceptibles a simple vista. Así, el control no solamente se ejerce con la coerción física o la violencia, o a través de sistemas y tecnologías como la biometría y la grabación de imagen y video.

Estas tampoco son potestades exclusivas de gobiernos o élites, aunque sean estos muchas veces los mayores interesados en su ejercicio. El control y la vigilancia también se ejecutan a través del discurso, de la réplica, del uso del lenguaje y de la observación entre ciudadanos. Es un proceso muchas veces dirigido desde el nivel subconsciente y por eso es difícil percatarse de su existencia.

Hoy los migrantes, tanto los que retornan a Venezuela como los que se quedan -y los que posiblemente vendrán y volverán a Colombia en el futuro-, cargan con un doble acervo de control y vigilancia.

Por una parte, son ya objeto de xenofobia –la cual es una forma de disciplinamiento-, y de sospecha, al ser percibidos por algunos ciudadanos y autoridades como competidores en el mercado laboral, como acaparadores de servicios o como potenciales criminales, por citar un par de ejemplos.

Por otra parte, muchos migrantes son más vulnerables al contagio, al permanecer en empleos precarizados, en condiciones prolongadas de hacinamiento o al estar por fuera de la red de apoyo del Estado. Esto los convierte en objeto de señalamiento y discriminación, en tanto pueden ser percibidos como vectores de contagio.

La situación es incluso más dramática si se analiza la dinámica propia de la movilidad humana desde Venezuela en Colombia, que además de ser un proceso que está cambiando de manera irreversible nuestra sociedad, difícilmente terminará con la pandemia.

Sobre esto hay que hacer una precisión ante la forma como usualmente se ha abordado el fenómeno migratorio hacia Colombia. La mayoría del tiempo los migrantes son categorizados en ‘flujos’ –la acción y efecto de fluir según la RAE-, lo cual genera en analistas y tomadores de decisiones la idea que la migración es un proceso con un orden definido, con etapas prototípicas e identificables, como origen, tránsito y destino.

De allí han surgido términos como retorno y circularidad –y otros asociados como ‘migración pendular’ en el lenguaje institucional colombiano-, con los cuales se buscan explicar dinámicas migratorias complejas. Esto no es algo único en el estudio de la migración desde Venezuela en Suramérica. De hecho, esta reducción es una forma ampliamente utilizada por científicos sociales desde por lo menos la segunda mitad del siglo XIX.

El problema con esto es que limita el entendimiento y búsqueda de soluciones en procesos migratorios recientes, como el que atraviesa Colombia, sobre todo porque las condiciones de la movilidad humana actual divergen sustancialmente de estos parámetros tradicionales. En el marco de la pandemia, estas categorías refuerzan los imaginarios sobre vigilancia y control.

La movilidad humana contemporánea desde Venezuela difícilmente se asemeja a la de un modelo de flujos. Esa metáfora sirve para llevar estadísticas, quizá para ilustrar a la opinión pública e incluso, es útil para subjetivizar a los migrantes en el discurso, para por ejemplo, volverlos sujetos de vigilancia y control.

Pero en la práctica, los migrantes y retornados no se apegan a un patrón de movilidad específico, ordenada a través de las categorías antes descritas, sino que muchos de ellos se mueven, transportan, y reparten sus vidas y actividades en una multiplicidad de espacios. Miles de migrantes, ya desde antes de la pandemia, repartían su vida entre Colombia y otros destinos de migración, y, sobre todo, entre estos países y Venezuela.

En el caso colombo-venezolano, las características sociales, de geografía física y la institucionalidad -o falta de ella- hacen que este universo de movilidad sea profundamente complejo. Incluso, va más allá de las zonas de frontera, la cual siempre ha sido una región transnacional ante el desconocimiento, desinterés u omisión consciente del centro del país.

Lo que ha propulsado la dinámica de movilidad contemporánea, más que un ‘flujo’ o un conjunto de ellos, es la consolidación de un sistema de movilidad humana transnacional en el espacio, no exclusivamente físico, compartido por los dos países.

El efecto del control y la vigilancia sobre los migrantes, y sobre este sistema migratorio en general, puede ser perjudicial para el proceso social e institucional. Por una parte, la doble sujeción al control y vigilancia de los migrantes explicada anteriormente, en el contexto de incertidumbre actual, incrementa la vulnerabilidad de estas personas.

Pero también, las posibilidades de tensiones entre ciudadanos se elevan. Al otro extremo del control y la vigilancia está el considerar a los migrantes como sujetos desposeídos de toda capacidad de acción. Sin embargo, aunque las condiciones de muchos están profundamente reducidas por su entorno, contexto y experiencias de vida, al final, los migrantes cuentan con una agencia específica, que les da la posibilidad de movilizar sus propias reivindicaciones, a todas luces legítimas, sin importar si se encuentran en su país de origen o de residencia.

Ante esto, el incremento del control y la vigilancia sobre los migrantes, conduce a ahondar la brecha entre ‘unos’ y ‘otros’ y a elevar la diferenciación y la desconfianza en nuestra sociedad, entre ciudadanos de primera, segunda y hasta tercera categoría. Las consecuencias pueden ser dramáticas, sobre todo, si se tiene en cuenta que la movilidad humana desde Venezuela continuará cambiando la estructura social colombiana, incluso si la excepcionalidad de la pandemia es superada.

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Venezuela

*Este es un espacio de opinión y debate. Los contenidos reflejan únicamente la opinión personal de sus autores y no compromete el de La Silla Vacía ni a sus patrocinadores.

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