La reglamentación de la protesta social es una propuesta inocua
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Con cada disturbio, con cada bloqueo y con cada papa-bomba que truena en las calles, crece el debate en torno al manejo que se le debe dar a la protesta social en Colombia. El Gobierno insiste en que es necesaria una reglamentación. Una Ley Estatutaria que defina con claridad qué se puede y qué no. Un antídoto contra el vandalismo.
Al mismo tiempo, movimientos sociales, sectores académicos y grupos de intelectuales han prendido sus alarmas e interpretan la propuesta del Gobierno como una evidencia de sus supuestas tendencias autoritarias.
Recuerdan que la protesta y la movilización social hacen parte del núcleo fundamental de los derechos políticos y argumentan que su protección y garantía es esencial para la salud de nuestra democracia.
Pero este, sobre la reglamentación de las protestas, es, en general, un debate inocuo. Principalmente porque cada protesta es tan sólo el síntoma de una tensión irresuelta. Por ello, enfocarse en si se debe o no expedir la dichosa reglamentación es como tratar la fiebre lavando las sábanas.
Nada de lo que se haga en el ámbito normativo domesticará una realidad que parece haber desbordado la respuesta institucional. El punto clave es aceptar, en cada caso, la verdadera dimensión de la tensión, y construir nuevos mecanismos para gestionarla de modo creativo, evitando los saldos de desconfianza, recriminación y violencia.
Y sería deseable que esos nuevos mecanismos incorporarán al menos tres variables, que explican en buena medida por qué la mayoría de las protestas termina en trifulca.
Lo primero es recordar que el presente ciclo de protestas tiene lugar en el contexto de una crisis global de las democracias liberales. La promesa de progreso e igualdad que empujó la ola democratizadora de los 90 finalizó con un saldo agridulce.
Si bien todos los indicadores generales que miden la calidad de vida mejoraron de modo incuestionable, la consolidación democrática (en muchos países del tercer mundo) no generó un bienestar equitativo.
Tras la aventura neoliberal ortodoxa y la crisis financiera de finales de la primera década de los 2000, vastos grupos de ciudadanos quedaron con la sensación de que las democracias eran incapaces de reformarse a sí mismas y de que su mayor ventaja era la protección de los intereses de las élites y el mantenimiento del status quo.
Los escándalos de corrupción reforzaron la erosión del liderazgo democrático tradicional, reforzaron la tesis del déficit moral de la clase política y fueron abriéndole camino a los populismos de izquierda y derecha, que han venido ganando adeptos poniendo en riesgo la estabilidad misma del sistema.
En segundo lugar, es preciso comprender que detrás de cada protesta hay una demanda por el reconocimiento. Como lo dice Francis Fukuyama en su último libro (“Identidad”), en el debate público no existe sólo un contraste de ideas, sino la necesidad de reclamar un lugar, de contar el propio relato, de reivindicarse, de no sentirse vulnerado y apocado, de verse reconocido.
La protesta social es un modo pleno de existir en el ámbito público. Y es, ante todo, un vehículo de visibilización y de denuncia: cuanto más ruido se haga, mejor. Por eso, resulta tan absurda la idea de regular la protesta para que no sea violenta. Tras el noble propósito el mensaje queda claro: “ustedes digan lo que quieran mientras nosotros vivimos nuestra vida tranquilos”. Es decir, “mientras siguen siendo tan irrelevantes como lo son, salvo quizás para ustedes mismos”.
Y, finamente, debemos reconocer que las protestas son vehículos de canalización de emociones, en la mayoría de los casos sometidas a una olla a presión. En las protestas sale a relucir el resentimiento, el odio al sistema, la frustración por las políticas, las divisiones de clase social, el temor al otro y la polarización.
Las protestas hacen parte del repertorio de las catarsis colectivas que tienen los pueblos. Por eso, el modo en que se desenvuelven, si es pacífico o violento, habla con mucha precisión del estado emocional de las sociedades y de la capacidad de los líderes para comprender y gestionar esa temperatura emocional.
Achacarle a los infiltrados el devenir de una protesta en un acto masivo de vandalismo, y asumir que el propósito central del Estado en esta materia es lograr marchas tranquilas y sin mucho desvarío, equivale a ignorar, con candidez o mala leche, la verdadera dimensión de las fracturas a las que nos enfrentamos.
Así como es equivocadísimo, en casos de desconfianza y de relaciones rotas, pretender que la solución está en la discusión deliberativa, argumentada y aséptica. Porque no estamos hablando de un concurso escolar de debate. Estamos lidiando con la pregunta de cómo se lidia con el odio y el rencor.
Tenemos por delante la tarea de tomar decisiones colectivas sobre un montón de asuntos tremendamente difíciles, como la preservación de los ecosistemas, el impulso a las iniciativas empresariales, las orientaciones de la política educativa o rural, o el futuro de las industrias extractivas. Y afrontamos esa tarea con la claridad de que ninguna de las respuestas que demos nos dejará totalmente tranquilos. Y que de ese proceso quedarán heridas.
Nuestra historia de conflictos recientes e históricos muestra que hemos sido incapaces de hacer el trámite adecuado de esas decisiones y que no hemos podido recuperarnos de esas heridas de modo responsable, creativo y respetuoso.
Y frente a la oportunidad de ofrecer una alternativa distinta a este agudo dilema, respondemos con la urgencia de volver, mediante la norma, una manifestación más calmada, más pacífica, menos turbulenta.
Ese es un vicio muy colombiano. El de pretender decretar la paz mediante leyes y textos.
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