Los Teatros del Poder: El asunto Santrich (II)

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La semana pasada fue trasladado Jesús Santrich a una fundación asociada a la Conferencia Episcopal (...) Las respuestas no se hicieron esperar en ese gran patíbulo que llamamos Colombia y donde quienes más gritan, pareciera que tuvieran más razón. 

La semana pasada fue trasladado Jesús Santrich de un hospital público a una fundación asociada a la Conferencia Episcopal. Esto por intermediación de personalidades públicas y políticas del país, y debido a su deteriorada salud producto de una huelga de hambre que ya cumple más de un mes. Las respuestas no se hicieron esperar en ese gran patíbulo que llamamos Colombia (donde todos posan de sacristanes) y donde quienes más gritan, pareciera que tuvieran más razón. Unos en redes sociales decían, con cierto tono pseudo-liberal que “si se quiere suicidar, déjenlo” (en todo caso, se lee entre líneas, uno tiene derecho a levantar la mano contra sí mismo). Que se “vaya de una vez por todas y nos quitamos ese problema de encima” decían otros comentaristas o llamados “opinadores” mediáticos. Vivimos en la sociedad de la opinión, además de ser la sociedad del rendimiento y del cansancio. Otros lo acusaban de “chantajear” al Estado para evitar que lo extraditen. Todo esto en medio del delirio nacional: mientras el presidente en Europa lanzaba globos a diestra y siniestra en Colombia se da una sensación de fracaso-por-venir que habita el presente, bien porque los enemigos del proceso de La Habana predan sobre cualquier cuerpo que quede al descuido (y hacen de la carcasa mal oliente un botín político) o porque la llamada implementación del “mejor acuerdo de la historia de los procesos de paz” sencillamente es una mezcla entre lo irrealizable y lo posible.  

  Lo cierto es que la huelga no es un suicidio, es una reposesión del cuerpo expropiado por el poder, a veces Estatal a veces no-Estatal. Es una paradoja que la muerte voluntaria, en ciertos contextos, pueda ser un modo de restitución de la propiedad sobre sí mismo. Sólo en los bordes de lo estatal, cuando se cruza la frontera del disenso aceptable, descubrimos con terror que no somos propietarios de nosotros mismos.

 Lo que más llamó mi atención esta semana fue la aseveración de un periodista durante una entrevista a un funcionario cualquiera. Ante la dubitación del funcionario (o su incapacidad para hablar bien) el periodista, en tono superlativo y sorprendido, lo interpela con pedantería diciéndole: “¿cómo así, usted cree que Santrich no es culpable?”. La palabra cree supone una ilusión, un escepticismo fundacional de quien la enuncia, una duda implícita. La creencia se sitúa en la subjetividad o en la insania. La afirmación, además, parte de una culpabilidad ya preestablecida a través de la autoridad mediática que según dicen, se encarga de los hechos reales. Quisiera concentrarme en esa idea de la culpabilidad preestablecida.

Muchos de los debates que se escuchaban giraban en torno a la extradición de Santrich, sobre la base precisamente de una culpabilidad preestablecida, por default: por ejemplo, se debatía si la Jurisdicción Especial de Paz debía intervenir o no (y cómo) para definir si los hechos en cuestión se habían dado con posterioridad a la firma del Acuerdo; si el hecho (la presunción de reunirse con la intención de vender droga en los Estados Unidos) debía juzgarse por la norma ordinaria o por la especial de transición. A los llamados presidenciables se les preguntó, sin tapujos y en público, si lo extraditarían o no siendo presidentes. En fin, todos hablaban de una realidad posterior a un hecho dado por verdad jurídica: la declaratoria de culpabilidad. Y para eso, había ejércitos de expertos en técnica legal que desarrollarían todos los vericuetos del caso para zafarse, como escribiera la Revista Semana, de esa papa caliente una vez en el avión de la DEA. Y bueno, desde las ciencias sociales académicas (para quienes se supone que la paz es nuestro gran tema pues al fin de cuentas Santrich fue uno de los artífices del documento final) el mutismo ante esta anti-discusión es elocuente, como siempre. De allá sólo oímos susurros “sin significado”, como dijera el poeta T.S. Eliot en Los Hombres Huecos.

En medio de estas intervenciones siempre se aludía a las pruebas irrefutables, al famoso video, al audio de una conversación supuestamente incriminatoria y a la circular de la Interpol que, en últimas, justificó su encarcelamiento, debido a su alta peligrosidad y para evitar su fuga. Todo esto adobado con nuestro acostumbrado clasismo de tez oscura y baja estatura y la burla escalofriante hacia los defectos ajenos. Valga la pena decir que estas “pruebas” fueron filtradas a los medios. La filtración es un acto de administración de información en función de un efecto esperado, hasta cierto punto un acto de fabricación. No es exactamente transparencia, por decirlo así. En la sociedad de la transparencia, nos diría de nuevo el filósofo Byung-Chul Han, el poder opera también bajo la ficción de la transparencia y la visibilidad, banalizando el contenido.

Fue precisamente esta culpabilidad preestablecida la que me recordó las operaciones del poder Estatal en Sudáfrica en donde precisamente se intersectaron lo que yo llamaría el efecto de verdad implícita en la enunciación y autoridad de la ley (por ejemplo, cuando se dice “el señor tal es culpable”) y el efecto de verdad implícita en el gesto mediático (por ejemplo, cuando se habla de un video en tanto “prueba”). Es en esa intersección de efectos de verdad donde el poder se pone en escena.

II

En un libro que se llama Los Archivos del Dolor: Ensayos sobre la Violencia y el recuerdo Colectivo en la Sudáfrica Contemporánea (Uniandes, 2014) tuve la oportunidad de estudiar a fondo un caso de lo que aquí llamamos eufemísticamente falsos positivos. Una puesta en escena del terror del apartheid. Como todo montaje allá (y aquí), estaba encaminado a aumentar no sólo las cifras de éxitos militares (con sus respectivos réditos políticos) sino también a incrementar los recursos presupuestados para la guerra. Una emboscada contra un grupo de jóvenes politizados que se hizo pasar por defensa legítima contra un grupo de terroristas negros. De los muchos elementos que tuvo este acontecimiento en 1986, quisiera resaltar uno: el uso de videos o imágenes para producir efectos de verdad.

Luego de la operación militar, donde murieron acribillados “siete terroristas negros”, un camarógrafo oficial se dedicó a recorrer visualmente el relato oficial. Este video operó como prueba ante la población y como justificación ante las investigaciones oficiales posteriores. En compañía de quienes estaban al mando, el técnico en video recorrió en imágenes una a una todas las pruebas fehacientes del intento de ataque por parte de los terroristas a la estación de policía en Gugulethu, Ciudad del Cabo.

Se señalaban el carro en que venían, un par de huecos de las balas defensivas de las fuerzas de seguridad como respuesta al ataque, uno que otro casquillo de bala en la calle para mostrar el tiroteo, el plano general del lugar, los autoevidentes AK 47 soviéticos con proveedores y granadas debajo de los cuerpos de los negros. El camarógrafo también se tomó su tiempo para panear la intimidad de sus rostros destruidos a tiros, al igual que el lugar donde fueron abatidos cuando se supone que huían. Grabó incluso algunos procedimientos que trataban los cuerpos de estos muchachos como animales. La escena hay que verla como un acto teatral con escenografía y roles prestablecidos. Descubrir el montaje de Gugulethu así como descubrir un falso positivo en tanto tal es solo posible cuando la puesta en escena queda mal hecha. De lo contrario sería una cifra de éxito militar.

Sumados uno a uno cada recuadro, la historia oficial quedaba establecida. Los sospechosos usuales (hombre negro + AK 47 = terrorista ® muerte justificada) creaban un efecto de verdad sobre la base de un tipo de sentido común preestablecido ¿Quién podría cuestionar en 1985 la “veracidad” de dicha ecuación? Lo que hace la intersección entre estos efectos de verdad es ahondar en la normalización de imaginarios que pasan por verdades incluso jurídicas. Esto es lo que creo es importante en mi análisis del Asunto Santrich.

El video no sólo se usó en los entrenamientos de nuevos reclutas de la South Africa Defense Force, sino que se presentaría en los noticiarios de televisión como prueba concluyente. La imagen: un capitán B señalaría con su dedo, ante la cámara, un casquillo de bala como prueba del acto criminal y la culpabilidad implícita. En la televisión se juntaban el efecto verdad de la imagen realista y el efecto de verdad traído a colación por la enunciación de la ley a través del uso de un término. El policía uniformado acurrucado al lado del cuerpo del muerto es un modo de inscripción del poder sobre el cuerpo del otro. De alguna forma, ante la audiencia televisiva sudafricana, el uniformado les recordaba de manera codificada quienes mandaban.

Pie de Página: me recordó entonces al Kafka de la Colonia Penitenciaria en donde un sistema penal en aparente desuso inscribía literalmente sobre el cuerpo del condenado, a través de una máquina hecha de agujas filudas, la ley que había violado. Aquí, como en el caso de Gugulethu, o en los casos de los falsos positivos, queda planteada la difusa frontera entre ley y la violencia: en tanto inscripción del poder Estatal. Ley y violencia pueden habitar zonas grises donde el cuerpo del condenado es expropiado al punto de la muerte. Hasta aquí la relación de estos lugares que parecen tomados todos del mismo manual contrainsurgente. Volvamos a las imágenes.

III.

¿Qué quiere decir entonces señalar un video como prueba de un crimen o un hecho y cómo en conjunción con otros elementos se configura una profecía de auto-cumplimiento? Y volvemos a la afirmación del periodista: “¿Cómo así, usted cree que Santrich no es culpable?” Técnicamente, el periodista no puede afirmar esto. Para él la culpabilidad es una premisa, una auto-evidencia. Esencialmente porque para que “algo” sea “prueba” se requiere de un proceso de encuadre de datos donde haya cierto tipo de información relevante, de relaciones de causa y efecto, de modos concretos de argumentación. Por ejemplo, no todo testimonio de violencia constituye la certificación de un daño. La existencia de un daño depende del cómo se encuadra ese testimonio, de qué institución o protocolo o instrumento lo recaba y lo evalúa. En Colombia hay daños de la guerra que son ininteligibles para el derecho. En el caso que nos concierne, él no puede ser culpable, en este momento, porque no ha corrido el proceso que lo definiría como tal. Y este “proceso”, a juicio de diversos juristas, está plagado (de cara a la luz pública) de informaciones fragmentarias e incluso, algunos dirían, abiertamente ilegales. No hay solicitud de extradición ni escrito de acusación que la acompañe, ni pruebas sumarias que amparen el pedido, excepto las que se mantienen escondidas para ser presentadas ante un tribunal en Estados Unidos. Una forma de Justicia sin Rostro. La misma máquina de la Colonia Penitenciaria que habita la zona gris entre el derecho y la violencia. Ni siquiera la Circular Roja de la Interpol impone obligatoriedad en el encarcelamiento, e incluso los criterios para eso en el caso Santrich son debatibles. El asunto Santrich no es sobre Santrich, es sobre el entretejido del derecho y la política.   

Creo que en esa afirmación del presentador o comentarista radial pesan dos cosas. En el fondo, es una opinión que pasa por información periodística y que, por esa razón, funge como caja de resonancia. Creo que en Colombia cada vez hay más opinadores, una cacofonía de expertos en cualquier cosa que pretenden pasar por “dato” lo que en el fondo es su visión del mundo. A eso le llamamos pluralidad de voces. Quizás la falacia consiste en seguir pensando que el periodismo informa objetivamente y que, por el contrario, sería más realista reconocer que la pretensión de informar esconde un punto de vista. Y lo segundo: lo que llaman pruebas, a los ojos de un lector corriente de periódico, no son más que una serie de imágenes y audios sin contexto que entran a formar parte del sentido común preestablecido. Fotos con aspecto de mal tomadas a la manera de una puesta en escena (y alguien jugando al rol del espía), las fechas y hasta el lugar de las reuniones con los mafiosos, los audios de conversaciones medio codificadas y videos sin sonido (objetos distintos que presumen una conexión) que no dicen mucho y que sí dejan al oyente la posibilidad de rellenar los vacíos semánticos. Estos podrán ser indicios, pero no tienen el estatuto de una prueba.

Todo esto crea el culpable perfecto. No nos digamos mentiras, Santrich es, en más de un sentido, el sospechoso ideal: el más duro crítico del proceso de implementación, cercano a la base guerrillera (al menos mucho más que varios de sus colegas que parecen haberse acomodado a la ciudad), displicente, implacable e incluso mordaz con varios de los periodistas que lo han entrevistado para medios comerciales. Un personaje particular escondido detrás de unas gafas oscuras que ponen en duda su ceguera misma y que tienen por nombre más bien un galimatías lingüístico. La encarnación misma de la duda ataviada con todo y hatta palestina.   

Pareciera, y en esto consiste el asunto Santrich más allá de sí mismo, que de cara al Acuerdo, estamos ante un estrangulamiento, ante una especie de auto-sabotaje colectivo regido por oposiciones binarias entintadas de moralidad: bien sea por la indiferencia generalizada en torno a estos momentos concretos, bien sea por la forma errática y mediocre como el Estado ha asumido algunos temas relativos a la reincorporación, bien sea por los errores de las FARC o su sordera, o bien sea por el esfuerzo concertado de los enemigos del Acuerdo. Creo que estamos de cara al cuasi-fracaso de lo que llamo promesa transicional, la promesa de transformación y superación de la violencia.     

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Paz

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