Hace dos de décadas, en un libro sobre el desplazamiento forzado que titulé “Poética de lo Otro: una antropología de la guerra, la soledad y el exilio interno en Colombia”, describí cómo en medio de la crisis humanitaria suscitada por la intensificación-degradación del conflicto armado a mediados de los noventa, la sociedad colombiana veía en el desplazado (genéricamente hablando) una encarnación de la diferencia radical a través de una visión apocalíptica del “otro” como peligro.
“Y a mí, ¿quién me pide perdón por la opresión que sufrí?”
Foto: Soren Daniela Molano.
Los titulares de medios de comunicación masiva se atestaron de noticias de barrios y vecindarios que rechazaban la llegada de los desplazados a hogares de paso, alojamientos improvisados, polideportivos o escuelas. Todos los días, en la esfera mediática salían imágenes de masas de personas y familias saliendo de sus hogares dejando a su paso una larga hilera de objetos y enseres; comenzaban a habitar las esquinas de las ciudades, para el desagrado y, eventualmente, la indiferencia de muchos.
El argumento central del libro era que la sociedad colombiana se había encargado de producir sus propios “otros” distantes a través múltiples mecanismos de representación y tratamiento de lo humanitario que sitúan la violencia en un “allá” imaginario, en la margen del orden administrativo-burocrático. Las masas de millones de desarraigados comenzaron entonces a habitar otra periferia dentro de la periferia: la de los cinturones de pobreza que terminaron por definir la estructura de las barriadas-gueto de donde salen muchos de los jóvenes que hoy día protestan. Yo escribí este libro luego de pasar tiempo por los océanos de cambuches que hoy día constituyen los barrios marginados de la Costa Atlántica. Estos desplazamientos se han convertido en una capa de devastación que se sedimenta con el tiempo y que va adquiriendo modulaciones concretas en la superficie de la experiencia social.
Creo que la mayor ficción de la época era concebir de manera rígida “la violencia” como algo que pasaba en el ámbito de la confrontación armada entre dos o varios “actores” en lugares “remotos” y en función de la toma o defensa del Estado. Para mí, esta es la versión más ortodoxa del conflicto armado colombiano. La violencia era vista exclusivamente como una serie de acciones que se ejecutan sobre unos cuerpos, violencias centradas en la desintegración de lo corporal y de su materialidad. Nuestros modos de hacer memoria y recolectar historias de la guerra se ha centrado particularmente en estas violencias sobre la integridad del cuerpo. La masacre, la desaparición, el asesinato, los tratos crueles, el abuso sexual y la tortura son formas de definir la violencia en tanto inscripciones de los poderes sobre esos cuerpos. De eso está hecha nuestra matriz de análisis de la guerra e incluso nuestra narrativa más común.
Foto. Soren Daniela Molano.
Hoy tenemos imágenes de chicos en cuclillas con las manos levantadas en gesto de aparente “rendición” frente a una tanqueta antidisturbios que algunos llaman la “Harry Potter”. Imágenes de gases lacrimógenos, de calles atestadas de rocas y jóvenes, los desheredados de la tierra (literalmente), protegiéndose con escudos rememorando los combates medievales, al mejor estilo de Juego de Tronos.
Las imágenes de algunos medios locales se sitúan en la esquizofrenia editorial: entre el vacío de información ̶ que da una sensación de tranquilidad y normalidad ̶ y la saturación de imágenes de “hordas” de jóvenes violentando parte del mundo que les rodea, los símbolos de un estado de cosas que se derrumba, en donde no tienen nada que perder. Y aunque nuestros necesarios modelos para describir parte de esto siguen vigentes (prueba de esto es la importante visita de la Cidh a Colombia la semana pasada), la explosión reciente que acumula ya años de pandemias debería mostrarnos que la violencia no es solo algo que le pasa a alguien en una “allá” imaginario. Para algunos colombianos, parece que generaciones de jóvenes se han convertido en el más reciente “otro-peligro”, encarnación misma de la violencia que les dio origen y receptáculo de toda culpabilidad.
Aquí también está la violencia contra el cuerpo, pero de otra forma, casi imperceptible para ciertos lenguajes legales e institucionales. Son formas de devastación que corren a la velocidad de la vida cotidiana en las que el hambre crónica es parte de los itinerarios vitales de jóvenes que se mueven entre las puertas que se cierran más que las que se abren. La violencia no es solo un acto sobre otra persona, de un actor sobre otro: es una relación. La destitución de unos es consubstancial con la opulencia de otros. Algunos incluso argumentan que las que hemos visto son explosiones despolitizadas sin destino ni agenda. Qué paternalismo o qué arrogancia. Como si lo reconocible como “lo político” se redujera a la agenda, al partido, a un tipo de destreza discursiva emanada del tránsito por la universidad pública o privada y sus discursos expertos. No es a esa élite a la que me refiero. Me refiero a un sistema geopolítico y económico que se ha encargado de expulsar a muchos y abandonarlos a su destino como residuos y al que se le explotó la violencia en la cara. En este contexto, como diría una amiga, congrega más una barra de futbol y los personajes de novelas distópicas que una ONG y sus talleres. En este momento, hasta los conceptos de “incidencia” o “acompañamiento” se ponen en tela de juicio.
En Colombia, hemos jugado con fuego con generaciones enteras, cultivando pacientemente esta explosión, para luego hacer un gesto de “¡oh, sorpresa!”. Nuestra flaca arrogancia nacionalista nos hace pensar como un imposible categórico un escenario como el de las maras y sus tatuajes, cuando ya el descalabro es total, y cuando las promesas de transformación posguerra tambalean. Y, cuando pensamos en larga duración, aquí no hay lenguaje de la reconciliación ni de las transiciones políticas que valgan, pues están diseñadas para no ver estas dimensiones relacionales e históricas de la violencia, más allá de la documentación. Basta con ver El Salvador, Guatemala, Sudáfrica o Sierra Leona para ver cómo las violencias de las transiciones (yo les llamo las violencias de la posviolencia) endosan el porvenir.
Robert McBride, un operativo del ala militar del Congreso Nacional Africano en Sudáfrica, ante la Comisión de la Verdad y durante la audiencia en donde asumía su responsabilidad por un bombazo en Durban, se afirmaba a sí mismo, retóricamente: “A mí nadie me ha pedido perdón por la opresión que sufrí”.
Cuando recorro el país en mi oficio de investigador, entre los barrios de Quibdó, Ibagué, Cartagena, Buenaventura o Medellín, entre las llamadas “fronteras invisibles” y los lugares donde la precariedad es sistémica, siempre me pregunto: y a estos jóvenes que habitan las porosidades de mundos dolidos y las violencias continuas, ¿quién les pide perdón por su destitución histórica o por su exclusión? ¿Qué es exactamente lo que “nunca más”? ¿Y cuál es el daño que no se debe repetir?
En Memoria de Junior Jein.
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