Aída, el nombre del Inpec y el problema carcelario

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El senador Richard Aguilar dice tener listo un proyecto de ley que acabaría con el Inpec y crearía la Direc (Dirección Penitenciaria y Carcelaria), algo que se veía venir.

 

Como era de esperarse después del escándalo que ocasionó la huida de Aída Merlano, en los pasillos del Congreso ya comenzó a correr la idea de liquidar el Inpec y crear una nueva entidad que lo reemplace. El senador Richard Aguilar dice tener listo un proyecto de ley que acabaría con el Inpec y crearía la Direc (Dirección Penitenciaria y Carcelaria).

Aguilar es senador de Cambio Radical, el mismo partido político que, bajo el mando de Germán Vargas Lleras, promovió la creación en 2011 de la Uspec (Unidad de Servicios Penitenciarios y Carcelarios). Esta entidad ha salido en los medios, no por dar un vuelco positivo al sistema penitenciario y carcelario, sino por su ineficiencia, e incluso corrupción, para gestionar su infraestructura y servicios básicos. La ministra de Justicia, Margarita Cabello, ya había anunciado que esta también es la solución en que está pensando el gobierno.

Los mismos políticos que no han tenido la voluntad e imaginación de darle un giro a la política criminal, nos dicen que la original solución es acabar un instituto para crear otro igual, sólo que con otro nombre, sin sindicatos y manejado por la Policía. Esto no parece una propuesta seria y pensada, sino oportunismo político, con botín burocrático y presupuestal de por medio. 

Sorprende que un proyecto de semejante calado haya salido repentinamente del escritorio de un senador por el escándalo que produce, no la catastrófica situación de las cárceles colombianas y quienes las habitan, sino la fuga absurda de una política. Como se ha vuelto costumbre, los sospechosos de siempre son los corruptos del Inpec, y no el nefasto diseño y gestión de la política criminal por parte de los gobiernos colombianos (no sólo éste) y el legislativo, con la pasividad, o aquiescencia, de la rama judicial. 

Lo anterior debería bastar para poner de presente que la sobre-diagnosticada “crisis” del sistema penitenciario y carcelario colombiano no se resuelve con otra ley o decreto, cambiando el nombre de la entidad y los uniformes de sus nuevos funcionarios.

Por cierto, ¿de dónde van a salir éstos? ¿Quién los va a capacitar y en cuánto tiempo? ¿Qué se va a hacer con los funcionarios del Inpec (que según Aguilar serán dispersados en diversas entidades de la rama ejecutiva) que, bien que mal, son quienes más conocen el sistema y no todos pueden ser ineptos o corruptos? ¿Con qué recursos va a contar la nueva entidad para lidiar con una población creciente y cada vez más hacinada, aparte de los muchos que va a gastar en su nueva imagen, papelería y uniformes? 

Esto no es una política pública, sino la predecible salida de un sistema político cínico, que pretende maquillar la situación que ha propiciado y de la cual se ha beneficiado. Para quienes se mueven en el contexto carcelario colombiano, no es ningún secreto que desde hace tiempo la intención de los últimos gobiernos, con el apoyo de una parte importante de la clase política, es acabar con el Inpec, ante todo para liquidar su excesivo número de sindicatos (más de 80), privatizar las cárceles y otorgarle su control a la Policía Nacional.

Los escándalos se han ido acumulando y algunos políticos los han aprovechado para dirigir la trama hacia el fin del Inpec y la improvisada creación de algo que será igual, y probablemente peor. El problema carcelario en Colombia no hace sino empeorar, justamente por las decisiones que toman gobiernos y legisladores de diversos partidos políticos con su fijación en la mano dura, y selectiva, frente al delito. 

El problema de las cárceles se encuentra río arriba, en la fallida política criminal del Estado colombiano. Fallida, si se asume, con algo de ingenuidad, que su fin es prevenir y reducir el delito, rehabilitar a los delincuentes y garantizar los principios de un Estado social de derecho que se toma en serio la dignidad humana. Si esto es lo que se quiere lograr, y con ello humanizar las cárceles y dejar de violar de forma sistemática los derechos humanos de la población privada de la libertad, el camino es otro. 

En primer lugar, en Colombia debería ser claro que los problemas de corrupción, abuso de poder y violación de derechos no se resuelven acabando entidades y creando unas nuevas, que, con otros nombres, pero con las mismas dinámicas, recursos y objetivos no pueden hacer otra cosa que producir más de lo mismo. ¿O es que con la liquidación del DAS y la creación de la Agencia Nacional de Inteligencia, para poner un ejemplo reciente, se acabaron las chuzadas, la persecución e intimidación (con participación de agentes estatales) de la oposición, líderes sociales o periodistas incómodos? ¿O es que la Uspec ha gestionado mejor que el Inpec la infraestructura carcelaria y la provisión de servicios básicos como la alimentación y salud de las personas privadas de la libertad? 

En segundo lugar, proponer la privatización de las cárceles para resolver el problema significa aplicar un remedio que no va a curar la enfermedad; más bien, generará dolencias adicionales. De una parte, y como ya señaló mi colega Libardo Ariza, las cárceles colombianas hace tiempo están privatizadas de facto: buena parte de los servicios que prestan, como alimentación y salud, han sido dejados en manos de particulares, por desidia del Estado y, de seguro, como parte de un sistema clientelista y corrupto que da jugosos contratos a quienes están cerca del poder político que se mueve en estos ámbitos. 

El abandono estatal, donde con los mismos recursos y personal debe atenderse a una población que aumenta constantemente, ha llevado a la privatización de los servicios básicos de las cárceles, provistos, no solo por los contratistas del Estado, sino por grupos de poder al interior de éstas, en los que participan guardia y reclusos, como forma de organizar y controlar espacios salvajes.

Quienes se hayan movido en el mundo de las prisiones colombianas saben bien que si estas no explotan con motines y numerosos muertos, como en otros países latinoamericanos, es porque hay un sistema de cogobierno que conviene tanto a autoridades como a reclusos, y dónde los más fuertes se aprovechan de los más débiles, sean presos o guardias. 

Adicionalmente, si miramos el vecindario, el experimento de la privatización de las cárceles ya se intentó en Estados Unidos y algunos países latinoamericanos, como Chile y México, durante el apogeo del neoliberalismo, que clamaba que los privados lo hacían todo mejor, a menor costo que el Estado y con cero corrupción. Como nos lo acaba de recodar el escándalo de Odebrecht, la experiencia muestra otra cosa. La privatización de las cárceles en los países mencionados muchas veces no ahorra recursos, sino que es más costosa.

Tampoco presta mejores servicios; las compañías privadas, por aumentar su margen de utilidades, suelen ahorrar en capacitación, estabilidad y sueldos de funcionarios, en la calidad y cantidad de los servicios que prestan a los presos, y tienen peor récord de seguridad y derechos humanos que las prisiones estatales. Si las prisiones privadas no prestan un mejor servicio y a menor costo que las estatales, ¿por qué se insiste en ellas?  

Acá entra en juego otro factor, no sólo económico, sino ético: tratándose de un negocio, las compañías privadas que construyen, proveen y gestionan cárceles tienen un solo interés: obtener utilidades. Y estas se maximizan si se reducen costos y se garantizan los ingresos que da una clientela cautiva. El castigo, una función esencial del Estado, se convierte en un negocio. Un negocio en el que ganan los políticos oportunistas y las empresas que financian sus campañas o, mejor, invierten en ellas.

Esto ha sido incluso reconocido por algunos de sus creadores, como el gobierno federal y algunos estados de los Estados Unidos. El gobierno de Barak Obama expidió una directiva indicando que el gobierno federal no gastaría más recursos en prisiones privadas; medida abortada por Trump, un negociante afín a la industria del encarcelamiento. La semana pasada, California expidió una ley que prohíbe la celebración o renovación de contratos con prisiones privadas o centros de detención con ánimo de lucro.  

Por último, la novedosa idea de liquidar el Inpec deja la gestión de las cárceles en manos de la Policía Nacional. Esto dice todo sobre el enfoque simplista que hay detrás de este tipo de propuestas: el problema de las cárceles es falta de mano dura. Por eso hay que asignárselo a los policías, que sí saben cómo lidiar con los criminales. Acá hay varias falacias. Para empezar, las prisiones colombianas ya son manejadas en buena medida por policías. No otra cosa han sido la mayoría de directores del Inpec, y sus cuadros directivos, desde su creación en 1993.

Si se parte de la premisa de que la función central de las prisiones es rehabilitar a las personas que están allí detenidas (y así prevenir el delito), evidentemente bajo condiciones mínimas de orden y seguridad, lo que se necesita no es más policías, sino recursos y profesionales que sepan gestionar este tipo de población, dados los fines del sistema, como criminólogas, sociólogos, antropólogas, psicólogos, educadoras, trabajadores sociales, terapeutas, artistas. Si la política penitenciaria apuntara a estos perfiles para manejar las cárceles, con los recursos necesarios y una política criminal coherente que oriente el sistema, probablemente sí se podrían esperar cosas distintas. 

Las políticas carcelaria y criminal deben dejar de ser un arma electoral para generar miedo y rabia en la población con el fin de que vote por políticos que prometen mano dura, pero que no apuntan a los problemas que generan el crimen y la violencia. El derecho penal y el castigo siempre llegan tarde, son insuficientes y poco idóneos para resolver los conflictos sociales que surgen de la exclusión, la desigualdad, la falta de oportunidades y de expectativas de una mejor vida para buena parte de la población colombiana. O es que los políticos y sus asesores realmente no se preguntan por qué nuestras cárceles están llenas de jóvenes pobres, poco educados, sin trabajo y, lo que es peor, sin esperanza de tener una oportunidad real de salir adelante dentro de la legalidad. 

Mientras la política criminal se reduzca al eslogan “que se pudran en la cárcel” y no se inserte en políticas públicas que se enfoquen en la garantía de los derechos establecidos en nuestra Constitución, lo único que el Estado tendrá para mostrar serán cárceles hacinadas, corruptas e infames, vigiladas por policías con uniformes y bolillos nuevos. Y la culpa no será del Inpec, la Direc o las siglas que los sustituyan. 

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