El retorno a clases es una oportunidad para experimentar

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Es deseable impulsar un pronto retorno a la presencialidad escolar. Sin embargo, debemos adaptarnos a la 'nueva normalidad'. Vale la pena, al menos en el corto plazo, pensar menos en estándares e indicadores, y más en proyectos educativos transversales.

En respuesta al escenario covid-19, el Ministerio de Educación Nacional (MEN) ha establecido una serie de lineamientos para el retorno escolar presencial a partir del mes de agosto, bajo un esquema que ha denominado ‘de alternancia’.

Según el texto oficial publicado en su página web: “En el contexto de emergencia sanitaria, el concepto de alternancia está referido a la prestación del servicio educativo … de acuerdo con las posibilidades de la población, de la institución y del territorio”.

El documento es detallado y ciertamente integral, desde la perspectiva de no solo enunciar medidas de bioseguridad para la protección de miembros de comunidades escolares, sino también de prever iniciativas de adaptación curricular e invitar a una coordinación entre instituciones públicas para velar por la prestación del servicio educativo.

Aunque parezca un cliché decirlo, propender por una educación, y en este caso, un plan educativo que se ajuste a diferentes contextos de docentes y estudiantes es clave para avanzar en la conquista de metas sectoriales. De ahí que me parezca interesante que un mecanismo planteado por el MEN es que sean las Secretarías de Educación certificadas, junto con instituciones educativas, y acatando directrices de autoridades sanitarias locales, quienes definan cómo sería ejecutada la alternancia entre el uso de espacios físicos y virtuales de enseñanza. 

Dicho lo anterior, quisiera también hacer un comentario crítico a estos lineamientos, para lo cual considero importante declarar que mi posición general es a favor de una pronta reapertura de colegios.

Suscribo acá algunas de las razones de una experta en el tema, en particular aquellas que hacen referencia al bajo riesgo relativo de contagio de la población escolar y al papel de las instituciones educativas, en medio de la situación alarmante de violencia a la que está expuesta la niñez, como entornos protectores. La centralidad de la socialización como mecanismo para el desarrollo humano y emocional de niñas, niños y adolescentes es también un argumento de peso en este debate.

Otros argumentos me parecen menos oportunos, como por ejemplo el diagnóstico que hace imperativo el evitar que los estudiantes pierdan horas de clase, puesto que se podría terminar “afectando la productividad en el futuro con consecuencias perdurables”. Me atrevería a sugerir que planteamientos similares han incidido en que el MEN haya decidido mantener lineamientos administrativos que, paradójicamente, cierran oportunidades ofrecidas por la coyuntura actual para experimentar rutas de transformación en un contexto nacional de relativo estancamiento educativo.

La evidente tensión entre directrices que invitan a pensar en proyectos transversales para “facilitar la identificación de intereses y la contextualización de contenidos” y aquellas que centran la atención en la rendición de cuentas de acuerdo con, por ejemplo, el Sistema Institucional de Evaluación de los Estudiantes, hace manifiesta una intención de planeación rígida y centralizada ya conocida y que responde, seguramente, a la premura de recuperar el aprendizaje perdido.

Mi escepticismo frente a esta segunda línea argumentativa hace eco del recordatorio reciente de un sociólogo ingles de que “todos los modelos están equivocados”. Esto no con la intención de negar de tajo las bondades de un ejercicio estadístico riguroso como insumo para la toma de decisiones. El llamado de atención se centra más en el hecho que nos enfrentamos a una transformación social sin precedentes, por tanto, el intento de construir un futuro tras la búsqueda de referentes demasiados específicos (y, de paso, cuestionados) del pasado puede resultar espurio.

La respuesta nacional al covid-19, sugieren otros investigadores, debe ser entendida, por el contrario, como la búsqueda de una adaptación a un sistema complejo e incierto. ¿Cuál es el modelo pedagógico y organizacional posible para los recursos que tenemos?, se pregunta Alejandro Morduchowicz, interrogante que si bien puede parecer pesimista, contiene una dosis de realismo que considero necesaria para pensar en el retorno a clase.

Desde una perspectiva más de corte pedagógico, lo anterior nos propone explorar otros argumentos académicos importantes, pero por lo general omitidos en debates más gerencialistas sobre la educación. Por un lado, según voces reconocidas en el país, es difícil pensar en un aprendizaje de calidad en ambientes con espacios reducidos para la investigación y la evaluación formativa liderada por educadoras y educadores.

Al mismo tiempo, según documenta la investigadora chilena Alejandra Falabella, existe evidencia internacional que indica que el sobredimensionar el papel de los estándares en la administración escolar puede ir en detrimento de la formación integral de estudiantes, así como aumentar, y de forma innecesaria, niveles de estrés y de desmotivación entre cuerpos docentes. Para el caso de Colombia, la consideración de hallazgos en esta dirección que surgen de la evaluación nacional del programa Jornada Única aporta a esta discusión.  

Todo anterior me impulsa a recomendar al MEN a que, al menos en este segundo semestre de 2020, se aventure a experimentar. El mensaje no es que improvise; por el contrario, y en medio de las múltiples restricciones (materiales, emocionales) a las que se enfrenta el sector, se trata de potenciar el gran recurso pedagógico y humano con el que cuenta para abrir una hoja de ruta hacia la educación del futuro. En este momento, tomar decisiones administrativas fundamentadas en proyecciones arbitrarias de correlaciones entre años de estudio y niveles de ingreso esperado puede ser poco racional.

Por ende, yo le restaría protagonismo, al menos por unos meses, a los formatos, el exceso de tareas y las evidencias objetivas de aprendizaje, e invitaría a docentes a diseñar, haciendo uso de su autonomía, proyectos transversales volcados a un fin más trascendental: reflexionar, junto con estudiantes, y otros miembros de la comunidad, como enfrentar la nueva normalidad. A fin de cuentas, imaginar, proyectar y construir el cambio se encuentra en el ADN de lo que yo entiendo por educar.

 


Adenda: Es comprensible que, en el corto plazo, resulte impensable suplir un rezago histórico de infraestructura escolar básica. Sin embargo, es inaceptable que en pleno siglo XXI menos de la mitad de los colegios rurales del país cuenten con un servicio de agua limpia. La actual coyuntura debería motivar inversiones masivas en ese frente, para que eso nunca más vuelva a ser normal.

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*Este es un espacio de opinión y debate. Los contenidos reflejan únicamente la opinión personal de sus autores y no compromete el de La Silla Vacía ni a sus patrocinadores.

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