El paro no para

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Esta es una invitación a pensar que hablar de diálogo no puede suponer que la parte débil deba ceder a las condiciones de la parte dominante.

Es importante recordar que quienes quieren deslegitimar la protesta alegan que la razón de las movilizaciones es la reforma tributaria, el aumento de impuestos a la clase media trabajadora y el gravamen de los alimentos básicos de la canasta familiar mientras seguían aplicándose exenciones de impuestos a la clase alta. Pero no. El trasfondo de este paro va más allá: razones sociales, políticas, económicas, ambientales sobran para estar hoy marchando y en paro.

No es solo la reforma; son las masacres, los desplazamientos, la corrupción que nos cuesta cada año cerca de 50 billones de pesos, las faltas de garantías a comunidades (indígenas, campesinas, afros), la falta de garantías a excombatientes y territorios afectados por el conflicto armado, incumplimientos del Gobierno a aquellos sectores a los que ha hecho promesas (estudiantes, centrales obreras, profesores(as), sector de la salud), su falta de voluntad de conversar como ocurrió con el paro de 2019. Mientras el país está centrado en el paro, se está tramitando una nueva reforma a la salud todavía más indigna que la misma ley 100, entre muchas otras jugarretas.

Referirse a quienes protestan como “terroristas” y “vándalos” (término que históricamente tiene muchas connotaciones) es hablar desde el privilegio y no desde la comprensión de que no todos tenemos las mismas condiciones y la necesidad y el derecho de muchos(as) de exigir lo que corresponde. Los “otros”, los malos, los que no producen contra “los buenos”, “la gente de bien”, es un discurso poderosísimo porque busca descalificar esos reclamos y legitimar el abuso de la fuerza y los ataques contra quienes manifiestan. Con ese discurso de recuperar el “orden público” al precio que sea, muy promovido por las élites, se están autorizando, permitiendo y justificando los abusos de poder y el uso excesivo de la fuerza pública. Abusos que en su mayoría han sido contra personas y comunidades sistemática y estructuralmente violentadas que han salido a las calles a exigir sus derechos. Se nos está olvidando que la vida vale más que un edificio rayado. La violencia ejercida contra manifestantes debe ser rechazada en la misma medida en la que se rechaza contra miembros de la fuerza pública.

Lo ocurrido en estos días en muchas ciudades deja un saldo dramático: personas asesinadas, heridas, desparecidas, amenazadas, mujeres abusadas, cantidades de violaciones de derechos humanos. Da cuenta de que la violencia ejercida por la fuerza pública ha sido en muchos casos desmedida y desproporcional. En muchos lugares, las personas que protestan pacíficamente reciben respuesta violenta por parte del Estado. En la madrugada del 3 de mayo, un joven de Cali, desde el norte de la ciudad, trasmitía en vivo por redes sociales lo que ocurría en una manifestación pacífica (que inició siendo una velatón); allí se evidenció, y lo vimos más de 90.000 personas, cómo Nicolás Guerrero fue impactado en su cabeza, auxiliado por cuerpo médico mientras seguían gaseado y disparando a los manifestantes. Piedras, palo y señales de tránsito como escudo eran lo único que tenían estos jóvenes para defenderse de gases lacrimógenos, aturdidores y disparos directos del Esmad. El panorama no ha sido diferente en otras ciudades.

El problema no es la violencia sino quien la ejerce. Estamos cayendo en un rechazo selectivo de la violencia. Mujeres, ancianos, jóvenes, como los que se encontraban en la velatón en Cali, están siendo víctimas de la violencia de la Fuerza Pública y nos están vendiendo -y muchos comprando- el argumento de que “la gente de bien no protesta”, “se lo buscaron por estar ahí”, “¿quién los manda a estar protestando, vándalos”? La violencia se rechaza desde y hacia todas las personas.

Tenemos tan, pero tan naturalizadas las demás formas de violencia, que ni las vemos ni reconocemos como tales. La pobreza, la falta de subsidios, la corrupción, la represión, la falta de derechos, la ausencia del Estado en los rincones del país en los que nunca han visto educación ni salud; la intención y artimañas del Estado y los medios para que el pueblo no sepa lo que pasa, la indiferencia con las comunidades indígenas, campesinas y afros, la plata que nos quitan y que se supone que se destina para unas cosas y termina usándose para otras que nada tienen que ver; todo eso también es violencia. También es violencia la actitud de quienes desde el privilegio y la comodidad de su casa critican a quienes manifiestan.  

Para aquellos(as) que dicen que “hay otras formas”, que “hay que dialogar”, quiero recordarles que las comunidades indígenas, campesinas, afros, que tienen décadas esperando y pidiendo diálogo con el Gobierno, ya tienen ampollas en el cuerpo de estar sentadas en sus territorios y afuera de instituciones del Gobierno esperando que decida sentarse a conversar. A la minga indígena, este gobierno, en más de una ocasión le ha dejado “la silla vacía”. Lucas Villa, manifestante en Pereira, utilizaba el arte como forma de expresar su descontento y recibió 8 disparos de personas que se movilizaban en un vehículo. Así como con Nicolás y Lucas, hay muchos más casos y muchos han sido grabados y compartidos en redes sociales porque la mayoría de los medios de comunicación no comparten estos hechos.

Esta es una invitación a pensar que hablar de diálogo no puede suponer que la parte débil deba ceder a las condiciones de la parte dominante. El que tú no hayas tenido que sufrir violaciones, abusos y abandono de quien debe garantizar el goce pleno de tus derechos no quiere decir que otros no lo hayan sufrido ni lo estén sufriendo. El Estado no solo debe garantizar esos derechos sino también brindar las herramientas para que se puedan exigir porque si un derecho no lo tienen todos(as), no es derecho: es privilegio. Por eso el paro no para.

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*Este es un espacio de opinión y debate. Los contenidos reflejan únicamente la opinión personal de sus autores y no compromete el de La Silla Vacía ni a sus patrocinadores.

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