Inequidad educativa por diseño... y elección
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Hace poco más de un mes, el columnista James Meadway del diario británico The Guardian escribía sobre la necesidad de incrementar el gasto en el sector educativo y así poder garantizar el distanciamiento social en los colegios. En su mismo escrito advertía que aquellos que intentan generar pánico frente al incremento de la deuda pública -y que son, por tanto, aversos a realizar gastos extraordinarios en medio de una pandemia- son, usando sus palabras exactas, “analfabetas económicos”.
Si bien se trata de una acusación fuerte -y, con seguridad, exagerada- el comentario de Meadway se deriva de un debate de gran actualidad entre macroeconomistas, y en particular de una crítica a lo que Stephanie Kelton ha denominado el mito del déficit fiscal. Para los proponentes de esta postura teórica, como sociedad hemos normalizado una idea profundamente equivocada, y es que se debe pensar en el gobierno a imagen de la economía de un hogar, con sus ingresos, egresos y restricciones presupuestales. Esto es engañoso, sostienen, pues a diferencia del sector privado donde debe existir una equivalencia clara entre lo que se gasta, y cómo se financia ese gasto, los gobiernos nacionales cuentan con el respaldo de bancos centrales que pueden emitir créditos flexibles y (re)negociables.
Sería ambicioso intentar expandirme en detalles técnicos o conceptuales de este razonamiento. De momento valdría la pena mencionar que las ideas de la Teoría Monetaria Moderna –como se ha denominado esta escuela- han tenido una importante acogida internacional. También valdría la pena anotar que varios de los supuestos de la vertiente teórica dominante -aquella que supone que mantener el balance fiscal es un fin en sí mismo, entre otras razones, para evitar riesgos inflacionarios- han sido fuertemente cuestionados, lo cual abre, al menos, un espacio para explorar alternativas frente al cómo se construye y se ejecuta el presupuesto público.
¿Por qué hablar de macroeconomía en un espacio dedicado a la educación? Precisamente porque es en esos debates fiscales y monetarios donde se terminan definiendo los rumbos y las prioridades de los denominados sectores sociales del país. Por medio de esa ruta, muchas personas que distan de entender cómo fomentar procesos de aprendizaje y enseñanza efectivos, terminan dictaminándolos desde el reduccionismo de un cuadro de Excel. El punto, como lo he intentado sugerir en el párrafo anterior, es que esto tiende a hacerse desde unas reglas de juego arbitrarias, donde muchos de los límites a un gasto público rezagado, y urgente, no responden necesariamente a cómo funciona realmente el sistema económico, sino a cómo un grupo de expertos (y con un único paradigma) cree que debería funcionar
Y es que la evidencia histórica muestra que no todas las sociedades (capitalistas) funcionan bajo los mismos parámetros, o arreglos institucionales. Si bien se trata de otro debate difícil de introducir con detalle en este espacio, basta señalar que muchos países, en particular los europeos, han entendido que gastos como el educativo son estratégicos para la democracia y el dinamismo económico, y que, por tanto, aplicar principios rígidos de austeridad en estos ámbitos es equivalente a reproducir, por diseño y elección, el diagnóstico de pobreza e inequidad que tanto caracteriza a nuestro continente.
Me gusta repetir la consigna del académico de la Universidad Cambridge Ha-Joon Chang de que la economía es demasiado importante para dejarla en manos de economistas profesionales. Mi intención con ello no es sugerir que colegas de diferentes disciplinas no puedan o deban aportar en diferentes debates sociales. Mi anhelo va dirigido, más bien, a que, así como muchos analistas económicos se han interesado (por fortuna) en la educación, quienes trabajan en el sector educativo se interesen más por asuntos económicos, sus posibilidades e implicaciones. De lo contrario, las ideas de cambio estructural en el sistema educativo, más allá de unos cuantos debates sobre los incentivos a los docentes, quedarán siempre rezagadas a los libros de texto escritos por pedagogos (muchos injustamente tildados de) románticos o radicales.
El próximo año seguiré ampliando este tipo de reflexiones. De momento extiendo mi deseo de un 2021, desde todo punto de vista, más esperanzador.
Adenda. Quedé algo frustrado al oír recientemente a una experta en educación sugerir que, pese a reconocer deudas históricas, los educadores deberían ser más solidarios con las niñas, niños y adolescentes y apresurar el retorno a clase. Con ello no objeto la importancia de esa gran prioridad. Lo que me incomodó es que usara como punto de referencia del deber ser al sacrificio de los profesionales de la salud, un gremio enormemente maltratado por el paradigma de la austeridad, incluso en medio de la pandemia. Creo que necesitamos, urgentemente, otros modelos a seguir.
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