La (im)posibilidad de la educación basada en evidencia (tiempos covid)

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El éxito de la política basada en evidencia en el campo educativo depende más de la relevancia para la práctica que del rigor técnico de los estudios que la sustentan.

En un reciente pronunciamiento sobre el lanzamiento del Índice de Capital Humano 2020, investigadores del Banco Mundial reiteran la situación global de estancamiento del sistema escolar. En países de ingreso bajo y medio, documentan, más de la mitad de los estudiantes no pueden leer y entender una historia simple cuando terminan la primaria. Esta cifra puede ser superior al 80 por ciento en las sociedades más pobres.  

El comentario de los expertos hace también un llamado a realizar medidas costo-efectivas para atajar brechas de aprendizaje. Algunas recetas son conocidas: evaluación (más) formativa, innovación pedagógica y profesionalización docente. Se menciona también la necesidad de implementar reformas en otros niveles de los sistemas educativos. Sin embargo, se sugiere que el secreto consiste en escalar pequeñas inversiones que muestran impactos sustanciales en ejercicios piloto locales.

El título de esta entrada se inspira en una reciente edición de la revista Educational Research and Evaluation, dedicada a reflexionar sobre el paradigma de política basada en evidencia (PBE) que respalda, por lo general, conclusiones como las esbozadas arriba. Esto, en tanto, y según se argumenta en el comentario editorial, se trata de un discurso engañoso.

A fin de cuentas, ¿quién no quisiera basar sus prácticas en iniciativas que han mostrado tener resultados positivos? El punto es que las voces dominantes en este campo tienden a aceptar solo un significado de lo que se entiende por "evidencia"; uno que se reduce a la medición de diferencias entre grupos de tratamiento y de control y que, como muestra el panorama general, poco ha logrado impulsar grandes cambios educativos.  

Más allá de las consideraciones técnicas, metodológicas, filosóficas y éticas, detrás de dicha mirada de la evaluación, me parece pertinente destacar, en particular, la crítica frente a su poca relevancia en el campo educativo. Visto desde la práctica, la enseñanza general que surge de analizar efectos agregados de varios experimentos (lo que se denomina un metaanálisis) tiende a ser la estandarización arbitraria de procedimientos.

No es de extrañar, por tanto, que las evaluaciones de impacto tiendan a concluir que las políticas fallan porque no se implementaron como indicaba el protocolo, muy a pesar de que los educadores más experimentados comprenden que, precisamente, una clave del aprendizaje efectivo reside en separarse, al menos en parte, de lógicas pedagógicas y didácticas predeterminadas.

Ahora bien, el título de la entrada hace también alusión al momento específico que vive el planeta, y en particular, el sistema educativo colombiano, en el cual, y por cuenta de la pandemia, las brechas se tienden a agudizar. En medio de dicho contexto, los llamados a la importancia de evaluar para avanzar, no se han hecho esperar. Pero la experiencia dicta que muy seguramente el tipo de evaluación que tienen en mente muchos expertos es, precisamente, muy similar a aquella que en tiempos de normalidad ha tenido un papel limitado en fomentar grandes transformaciones en sistemas educativos públicos.  

Muchos de los estudios citados arriba, por mencionar algunos referentes, sugieren, sin embargo, la importancia de promover estrategias más adaptativas (o menos estandarizadas) para generar evidencia útil para enfrentar la coyuntura actual. Por ejemplo, según un reporte reciente de The Brookings Institution “la velocidad y la profundidad del cambio implica que será esencial usar un enfoque iterativo para aprender qué funciona, para quién, y en qué condiciones”.

Dicha perspectiva implicará entender, por ejemplo, que una mirada más provechosa a la promoción de mejoras en prácticas educativas consiste en generar ambientes permisivos a la innovación curricular (donde el conocimiento local de educadores es central), y menos en dictaminar a actores escolares lo que deben hacer.  

Lo anterior coincide, desde luego, con la necesidad de una transición metodológica. Para algunos exponentes de esta aproximación alternativa a la PBE, los estudios de caso representan ese nuevo canon evaluativo que tenemos pendiente de (re)construir. En estos escenarios, el trabajo cualitativo, también riguroso, es fundamental en tanto observar y conversar, y volver a observar y volver a conversar, constituyen actividades básicas para poder entender especificidades de contexto y circunstanciales que favorezcan la toma de decisiones por parte de educadores y directivos docentes.

Finalizo con dos posibles implicaciones, si se quiere de política pública, que pueden emerger de esta reflexión. Pensando nuevamente en la consigna evaluar para avanzar, sería importante que la financiación de estudios por parte de todo tipo de organizaciones y autoridades priorizara, sobre todo en esta coyuntura, más ejercicios cualitativos sobre poblaciones relevantes, pese que estos se distancien, deliberadamente, de la lógica impersonal de la representatividad (o aleatoriedad) estadística.

La segunda implicación es más estructural, y se alinea con el llamado a la profundización de la descentralización de la política educativa -sin la cual es difícil resolver brechas regionales- que he venido haciendo en este espacio.

Adenda. No se pierdan el siguiente evento sobre una visión crítica a la evaluación de impacto -bajo la lógica tratamiento y control- organizado por el Development Research Institute de la Universidad de Nueva York. Seguramente se presentarán ideas que refuerzan algunas de las críticas adelantadas en esta entrada.

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*Este es un espacio de opinión y debate. Los contenidos reflejan únicamente la opinión personal de sus autores y no compromete el de La Silla Vacía ni a sus patrocinadores.

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