El debate abierto por las imágenes de civiles disparando —con anuencia de la Policía— a manifestantes pacíficos en la ciudad de Cali, nuevamente evidencia la alta tolerancia ciudadana frente a este tipo de prácticas de justicia y seguridad por mano propia, a pesar de estar por fuera de la ley. Para verificarlo, basta con revisar redes sociales y la cantidad de medios que abrieron sus micrófonos y cámaras a uno de los victimarios involucrados con el fin de que expusiera “su versión de los hechos”, cosa que no sucedió con las víctimas.
La naturalización de la violencia en Colombia
El debate abierto por las imágenes de civiles disparando —con anuencia de la Policía— a manifestantes pacíficos en la ciudad de Cali, nuevamente evidencia la alta tolerancia ciudadana frente a este tipo de prácticas de justicia y seguridad por mano propia, a pesar de estar por fuera de la ley. Para verificarlo, basta con revisar redes sociales y la cantidad de medios que abrieron sus micrófonos y cámaras a uno de los victimarios involucrados con el fin de que expusiera “su versión de los hechos”, cosa que no sucedió con las víctimas.
Por otro lado, el hecho de que estos civiles armados no fueran reprimidos por la Policía, sino que —por el contrario— coordinaran sus acciones, nos pone en un escenario en el que el Estado renuncia al ejercicio del monopolio de la violencia legítima, pues lo comparte con particulares en los que se apoya para controlar el orden público. Esto nos hace asumir que ese accionar lleva implícito garantías de impunidad en detrimento directo de la ya maltrecha institucionalidad estatal.
Este contexto profundiza el estado de anomia social en el que estamos inmersos y en el que los ciudadanos violan leyes de manera consciente, entre otras cosas, por la certeza de la ausencia de castigo o sanción efectiva, al asumirse como sujetos con derechos, pero sin obligaciones o, peor aun, consideran que por respetar algunas normas (pagar impuestos y salarios a sus trabajadores) pueden violar otras.
Otro aspecto a tener en cuenta es la preocupante interiorización que sectores de la sociedad colombiana han hecho de la matriz: amigo/enemigo (colombianos de bien/malos colombianos; ciudadanos/indígenas; los que producen/los vándalos) a la hora de resolver conflictos —especialmente políticos—, ya que perciben al contradictor político como enemigo personal. Lo que limita la democracia, pues la diferencia se castiga y se margina, nunca se integra.
En cierta forma, estas visiones en blanco y negro son promovidas por liderazgos políticos que —en medios y redes sociales— lanzan acusaciones y descalificaciones sin ninguna evidencia en contra de sus opositores, lo que no solo refuerza estereotipos, sino que precariza el debate político al privilegiar la emoción por sobre la razón, todo esto con la seguridad de que no habrá ninguna sanción.
Al final y como ya lo señalé en otra columna, en Colombia la violencia se configura como un medio para transformar, corregir o mantener determinado tipo de relaciones sociales y económicas. Es por esto que en nuestro país la violencia no desaparece, sino que se adapta continuamente a nuevas modalidades y contextos.
En resumen: “La sociedad colombiana se ha adaptado a la violencia que contra ella se ejerce, absorbiéndola e integrándola a sus estructuras, pasando de este modo a ser una variable activa de su ordenamiento social”.
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