Retratos de la ruralidad bogotana y la sustentabilidad local

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Bogotá es una ciudad privilegiada por los ecosistemas en los que está inmersa. Sin embargo, la dinámica propia de la vida en la ciudad ha perjudicado la capacidad de los bogotanos de percibir su patrimonio socioecológico. 

Bogotá es una ciudad privilegiada por los ecosistemas en los que está inmersa. Sin embargo, la dinámica propia de la vida en la ciudad ha perjudicado la capacidad de los bogotanos de percibir su patrimonio socioecológico.

El más visible, los cerros orientales, se ha hecho tan normal en nuestra cotidianidad que sólo volteamos a verlos cuando se están incendiando. Pero mientras los ignoramos, no solo se va perdiendo la gran biodiversidad que aún contienen, sino que las garras de las constructoras van agarrándose de donde pueden para subir lentamente la montaña, dejando marcas en forma de condominios y urbanizaciones, quebradas secas o desviadas, o enormes canteras en las que arde al sol la piel desnuda de los cerros. Esto ocurre a pesar de que fueron declarados como área protegida.

Foto tomada de http://guayacanal.org/proyectos/bordes-urbanos-de-ladera/

Mucho menos visible, al occidente y al norte, la gran sabana de Bogotá se extiende al horizonte. Ese horizonte que ya sólo se puede observar desde Monserrate o Guadalupe. Le dimos la espalda a la sabana, y eso ha permitido que se cometan grandes abusos relacionados con la urbanización desmedida, el relleno de humedales, la industrialización, el desvío de ríos y su contaminación. Esos mismos ríos que en la ciudad llamamos “caños”, pues están canalizados y por tanto perdieron su esencia tanto estética como funcional. Los ríos ya no son hábitat de diversidad de peces, aves y plantas; ya no respiran libremente inundando ciertas zonas en épocas de lluvia y contribuyendo a la absorción de agua en el subsuelo, su renovación y oxigenación antes de llegar al gran río Bogotá; ya no se articulan con humedales para ser refugio de aves migrantes y de bogotanos cansados del cemento; ya no contribuyen en toda su capacidad para nutrir las aguas freáticas. O todavía lo hacen, sorprendentemente, pero muy lejos de su capacidad real.

Aún menos visible, el hermoso valle del río Tunjuelo que baja del páramo del Sumapaz nutrido de ríos y quebradas desde las alturas de los cerros del sur de Bogotá. Aún se le puede llamar río, hasta que cruza las zonas de curtiembres, y las industrias y talleres de plásticos, carros, metales, químicos, que transforman al Tunjuelo en un transporte de desechos, como todos los demás ríos de la ciudad.

Foto: paisaje de la microcuenca del río Curubital, afluente del río Tunjuelo. Localidad de Usme. Autor: Stefan Ortiz

En la ruralidad de las localidades de Usme y Ciudad Bolívar, ahí donde el Tunjuelo es todavía un río, en su cuenca media y alta, se encuentra una Bogotá muy distinta y desconocida para la mayoría de ciudadanos. Esa ruralidad que continúa muchos kilómetros más, adentrándose en la región del Sumapaz que comparte con Cundinamarca, Huila y Tolima. Una ruralidad que se enlaza con los cerros orientales, pasando por las localidades de Santa Fe, Chapinero, Usaquén.  

En esa región, tan bogotana como el ajiaco, el canelazo o la aromática con papayuelo, nuestra Bogotá muestra una cara totalmente distinta. Es una región persistente en muchos aspectos. La biodiversidad altoandina es protagonista de las zonas más altas, y conserva funciones ecológicas que, aunque amenazadas por nuestra desconexión y desconocimiento, son vitales para la supervivencia de la vida humana y no-humana en la región. Pero esa biodiversidad no es la única habitante del paisaje rural bogotano, pues miles de familias campesinas cultivan, siembran, cosechan, celebran, cantan, bailan, sufren, discuten, estudian, en medio de quebradas, árboles, cultivos, páramos, zonas militares, veredas.

Foto: paisaje rural de los cerros orientales, Agroparque Los Soches. Localidad Usme. Autor: Stefan Ortiz

Los habitantes de los paisajes rurales bogotanos son los que han tenido el contacto más directo con los ecosistemas que hacen de Bogotá una ciudad-región única y privilegiada. Son campesinos y campesinas que han diseñado ciertos aspectos de sus sistemas de vida con base en el uso de la biodiversidad y el agua que abundan en la región, y enfrentando las múltiples presiones que reciben de las dinámicas urbanas, las instituciones y los mercados: la demanda por alimentos (principalmente papa, arveja, zanahoria, habas), la tecnificación de la revolución verde (que separó la consciencia del vínculo entre agricultura-bosque-páramo-suelos, generando fragmentación del paisaje y erosión de la biodiversidad), la minería legal e ilegal, la monstruosidad del relleno sanitario Doña Juana, la violencia y el conflicto armado, la militarización, la delimitación y zonificación de usos del suelo para protección de los ecosistemas, la presión de la urbanización y la expansión de la ciudad, entre otros.

Los habitantes de la ruralidad bogotana han tenido que convivir con esas presiones, muchas veces contradictorias, y han logrado persistir – no sin dificultades – en sus sistemas de vida y su cultura. Todo esto en medio del desconocimiento, el desprecio, o la ignorancia de los habitantes urbanos y de las instituciones. La capacidad que han tenido para persistir, es muestra de su resiliencia y de su capacidad de análisis de las dinámicas de la ciudad. Con base en su conocimiento de los ecosistemas, de la biodiversidad, de las fluctuaciones políticas e institucionales, han consolidado su cultura y pervivencia.

Foto: papa orgánica de la vereda de Sta Bárbara en C.Bolívar. Autor: Stefan Ortiz

Muestra de ello son las huertas y jardines campesinos, en los que se conserva y se usa una gran agrobiodiversidad que contrasta con los monocultivos que dominan los paisajes. Esas huertas son símbolo y reflejo espacial de la resiliencia socioecológica de los campesinos y campesinas. En ellas se guarda la memoria genética de las especies sembradas, muchas de ellas antiguas de la región, y la memoria cultural de sus cuidadores que han desarrollado técnicas agroecológicas gracias a herencias inter-generacionales o contactos con instituciones, movimientos sociales y ONGs. Las huertas son espacios únicos, que reflejan las preferencias y cultura de sus habitantes, que les aportan alimento y salud a sus hogares, pero también oportunidades de vender en mercados urbanos que se interesan por una forma distinta de producir – con bajo uso de agroquímicos, con base en la diversidad y la reciprocidad con la naturaleza.

Foto: huerta en paisaje fragmentado, vereda Curubital en la localidad de Usme. Autor: Stefan Ortiz

Las huertas son un ejemplo de lo que estos habitantes rurales bogotanos nos pueden enseñar. Son una muestra de que existen otras formas de vivir y de entender los territorios. De que a pesar de nuestra visión arrasadora de la naturaleza, existen espacios donde se cultiva la reciprocidad y la solidaridad. Esa memoria biocultural persiste en los territorios de Bogotá, tanto rurales como urbanos. La ciudad puede pensarse de forma diferente si dialoga con esas miradas locales a los ecosistemas, y busca generar un continuum urbano-rural en el que la biodiversidad sea protagonista, y los bogotanos entremos a hacer parte de ese patrimonio cultural y natural tan especial. Esto solo se logra pensando el ordenamiento y la planeación de Bogotá más allá de las leyes de mercado, de la optimización del costo/beneficio monetarios. Es necesario integrar el pensamiento ambiental en las políticas públicas y las actividades cotidianas de los bogotanos. Esos pequeños espacios de huertas y jardines tienen mucho que enseñarnos. Así como muchos otros espacios y prácticas locales que existen en los territorios

?Fotos: huertas y agrobiodiversidad en Sumapaz (izq.) y Usme (der.). Autor: Stefan Ortiz

Como habitantes de Bogotá, podemos levantar la mirada y dirigirla hacia el paisaje que nos rodea, recorrerlo, hablar con la gente, entender sus dinámicas e identificar las acciones a las que nos podemos unir o apoyar desde la acción colectiva, la investigación, las políticas públicas y nuestra cotidianidad, para potenciar esas iniciativas de resiliencia socioecológica y sustentabilidad.

Ojalá que no sea Metrovivienda el único que visite a los habitantes de la ruralidad bogotana….

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Recomendados:

Lina María Cortés, geógrafa apasionada de la ruralidad bogotana, ha liderado desde hace más de 8 años la publicación de los Almanaques Agroecológicos. Éstos son documentos de memoria local, escritos de forma colaborativa con habitantes de la ruralidad bogotana, en los que se plasma una mirada socioambiental a estos territorios. El más reciente fue publicado con el Jardín Botánico de Bogotá: “Almanaque Agroecológico Curubital y Arrayanes”.

Ver: https://ecoalmanaque.wordpress.com/

El programa de Investigación en Aspectos Socioculturales en la transformación de ecosistemas, del Jardín Botánico de Bogotá, publicó recientemente un libro titulado “Retratos agroecológicos de huertas y jardines de la microcuenca del río Curubital”. Es un esfuerzo de diálogo de saberes, que plasma la riqueza en agrobiodiversidad y el patrimonio cultural que existe en huertas y jardines de esta microcuenca en la ruralidad de la localidad de Usme. Es un llamado también al diálogo horizontal entre academia, habitantes e instituciones, para construir juntos y a partir de la diversidad, políticas públicas que privilegien el cuidado de los ecosistemas con base en la reciprocidad y en el respeto a los sistemas de vida locales.

Ambas publicaciones se consiguen en la entrada principal del Jardín Botánico de Bogotá.

Más información: http://www.jbb.gov.co/jardin/programa-sociocultural

Foto tomada en la huerta agroecológica de la escuela rural de Pasquillita, localidad de C. Bolívar. Autor: Stefan Ortiz

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*Este es un espacio de opinión y debate. Los contenidos reflejan únicamente la opinión personal de sus autores y no compromete el de La Silla Vacía ni a sus patrocinadores.

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